Cuando saliste de tu cautiverio, era yo quien te esperaba.
Me abrí paso entre la bruma y te recogí la maleta.
Estabas temblando. Ni te atrevías a mirarme a los ojos.
Yo ya no recordaba cuándo te perdoné.
Tus labios estaban frios, agrietados.
Te di un beso en la frente y te cubrí los hombros.
Apenas podías andar. Tendrías que acostumbrarte.
Llorabas, aunque tus lágrimas morían
en la lluvia que golpeaba nuestras almas.
No hubo palabras cuando decidiste no acompañarme.
No pudiste soportarlo. Revivirlo.
Yo no quise insistir.
Creo que, en cierta manera, tu decisión me liberó.
Después de tantos años, de tanta oscuridad, me sentí libre.
Me fui, con tu cuerpo desdibujado por el aguacero, en la retina.
Y no volví a verte jamás. No me importa.
Ahora veo que en realidad nunca fuiste más que un sueño.
Y que al fin, puedo bajar los brazos,
doloridos, agarrotados,
y darme por vencido.