Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

Bienvenidos a mi blog. Todas las imágenes y los textos del blog son de mi única y absoluta autoría para el disfrute de quien sepa apreciarlo.

(Para quienes sólo quieran ver mis obras pictóricas, las encontraréis aquí http://raultamaritmartinez.blogspot.com.es/ )


domingo, 17 de noviembre de 2019

Reencuentro

La cafetería estaba casi vacía.

Fuera, no dejaba de llover.

Él había estado esperándola sentado en la barra, dominado por una inquietud que no podía controlar. En algún momento pensó que había sido una mala idea haber quedado con ella. Temía decepcionarla. Pero cuando la vio entrar en la cafetería y plegar su paraguas, fue a su encuentro libre de preocupaciones.

Al verse de frente, se apoderó de ellos un abanico de sentimientos y emociones que les empujó a darse un abrazo inmenso, tan intenso como lo eran veinte años sin saber el uno del otro.

Se sentaron junto al ventanal que daba a la calle. El camarero les sirvió un par de cafés humeantes.

El Tiempo parecía haberse doblado sobre sí mismo para llevarlos en volandas al pasado y hablaron sin parar durante horas con el ruido de fondo del chaparrón.

Una pequeña lámpara de tungsteno les amarilleaba la piel y sacaba brillos nostálgicos de sus ojos. Rieron de los momentos vividos cuando fueron novios. ¡Hace tanto tiempo! Se ruborizaron al recordar algunos instantes íntimos que aún vibraban con magia en su memoria.

Las carcajadas dejaron paso a sonrisas de satisfacción. Volvieron a sintonizar como en el pasado sintiendo la fuerza de aquella energía que les envolvía cuando estaban juntos y que jamás habían sentido con nadie más desde que sus vidas se bifurcaron.
Reencuentro - 29,7x21 cm
Lápices pastel sobre papel Canson negro

A pesar de que ambos habían formado una familia y sus vidas discurrían con normalidad, no pudieron reprimir los mensajes que sus cuerpos empezaron a emitir.

El temporal fue amainando y decidieron salir a pasear internándose en un camino junto a un parque sin perder de vista las luces de la ciudad.

En algún momento sus manos tropezaron y él la atrapó con suavidad, casi con miedo. Ella se detuvo y le miró fijamente a los ojos. Un trueno explotó sobre sus cabezas y la luz del relámpago les iluminó el rostro bajo el paraguas roto por el viento. Él miraba hipnotizado cómo una ráfaga de lluvia zarandeaba su cabello, y cómo las gotas le corrían por la cara y pendían temblorosas de sus labios entreabiertos. La pasión electrificaba el aire más que la tormenta, y se fundieron en un beso que parecía estar preso desde hacía siglos.

Para cuando despejó, él estaba abriendo una carpeta en su ordenador en la que dormitaban antiguas fotografías que ahora aceleraban su corazón, y ella, cenaba en familia, sonriendo las ocurrencias de los pequeños mientras mordisqueaba una endivia con la mirada ausente, la mente aún perdida bajo la intensa lluvia, y el cuerpo temblando como una hoja entre los brazos de su primer amor.

Autor: Raúl Tamarit Martínez





La muerte del payaso


¿Nadie ha oído hablar de aquél maestro ejemplar que abusaba sexualmente de sus alumnos?, ¿o de la cuidadora que engatusaba con sus modales pero cuando se creía a solas con la persona a su cuidado se convertía en un demonio?, ¿o de esos ídolos de masas que prometían Libertad pero que asesinaron a millones en nombre de su enfermiza megalomanía?
La muerte del payaso-29,7x21cm
Pastel sobre papel Canson negro.

A mí este tipo de excrementos sociales me repugnan.

Pero, sin embargo, hay un caso que me avergüenza cada vez que lo recuerdo, porque me provoca una sonrisa malévola. Y es el de aquel payaso no vocacional que cuando no actuaba, cometía innumerables actos de maldad, con la impunidad de quien es adorado por el gran público.

Leí su final en uno de esos periodicuchos matutinos. Una tarde salió del circo ataviado aún con su uniforme de trabajo, pateó a un perro, escupió a una anciana y se meó en el capó del coche equivocado: un Cadillac Town Sedan de 1928, propiedad de un tal Al Capone.




miércoles, 13 de noviembre de 2019

Jugando entre limoneros

El sol se abrió paso entre las nubes recién descargadas y jugaba a las sombras filtrándose entre las ramas y las hojas reverdecidas de los limoneros.

Los destellos en las gotas de lluvia llamaron la atención de Julia y Diego que corrieron entre los árboles manoteando la fruta y riéndose cuando las gotas frescas caían sobre sus caras.

Volvieron la cabeza y vieron a su tía que continuaba buscándoles al borde del campo, junto a la carretera.

-¡Juliaaaaa! ¡Diegoooooo!

Ellos seguían jugando, riendo, corriendo entre los árboles frutales que se extendían hasta la falda de las montañas como un manto verde tachoneado de puntos amarillos.

El cielo se despejó y pronto, solo un intenso color azul flotaba sobre sus cabezas.

De repente el cabello rubio de Diego empezó a levantarse como si flotara bajo el agua. Igual le pasó a Julia con su hermosa mata de pelo azabache. Se empezaron ellos mismos a sentir ingrávidos y se miraron a los ojos, divertidos mientras giraban en el aire. Rieron como locos hasta que el efecto desapareció y cayeron suavemente sobre el campo.

Gertrudis no conseguía verles, así que sujetó el mando entre las manos y empezó a manejarlo tal y como le habían enseñado. Presionó sobre el icono con el dibujo de un limón y este se apagó. Inmediatamente, miles de limones cayeron al suelo y desaparecieron. A continuación, presionó el botón con el dibujo de rama con hojas y después el de tronco de árbol. En ese momento divisó fácilmente la figura de los niños corriendo hacia el río. Pulsó el botón del río. Los niños se detuvieron y se giraron para mirar a Gertrudis.

- ¡¡Nooooo!! ¡¡Queremos jugar más!! -le gritaron.

- ¡¡No puede ser!! ¡¡Ha llegado la hora!! ¡¡Volved conmigo!! -les pidió con gran esfuerzo.
Limón en rama - 22,9x30,50 cm - boceto al pastel

Julia le dijo algo al oído a Diego. Ambos miraron fijamente a Gertrudis unos segundos y echaron a correr hacia las montañas cogidos de la mano. Su tía apagó el icono con una montaña dibujada, y el de la tierra y el del cielo. En la pantalla que ocupaba toda la pared de la habitación del hospital, los niños quedaron corriendo en la nada.

Gertrudis permanecía de pie en el centro de la habitación, frente a la cama de ambos niños. Estaban en el décimo nivel, a 140 metros bajo tierra y la luz emanaba desde su izquierda de un panel con forma de ventana.

De las cabezas rapadas de Julia y Diego surgían cables que se conectaban con la pantalla. Los niños parecían inconscientes, aunque en la imagen de la pared seguían corriendo y riendo cogidos de la mano, suspendidos en el vacío. Sin embargo, en sus cuerpos físicos, sus bocas dibujaban una sonrisa y en los dedos de sus manos y sus pies se advertía leves movimientos.

La tía de Julia y Diego tenía el rostro bañado en lágrimas. Sin apenas fuerza en el cuerpo, se giró a mirar al alguacil médico que aguardaba inexpresivo e impaciente en la puerta de la habitación. Gertrudis tragó saliva. Le fallaban las piernas cuando acertó a apagar con un dedo tembloroso uno de los dos iconos con una silueta humana.

-Perdóname... -acertó a murmurar.

Julia desapareció de la imagen y la sonrisa y movimientos de sus dedos murieron. Diego aún corría en la gran pantalla, solo. Su cuerpo, estirado sobre la cama, se estremeció y emitió un gemido. Gertrudis miraba a Diego angustiada y justo cuando en la pantalla él paró de correr y se giró para mirarla desde la distancia, ella pulsó el botón que lo volatilizó. Ahí no pudo aguantar más y soltó el mando que se rompió contra el suelo.

La enorme pantalla se apagó. En la habitación solo se oía el agudo pitido de los electrocardiogramas. Los cuerpos inertes de Diego y Julia parecían dos sombras, restos irreales de una dolorosa pesadilla.

Los niños por fin habían dejado de sufrir, pensó.

Recobró la compostura, les dio un beso en la frente y salió de la habitación escoltada por el alguacil.

Aún no había dado diez pasos por el pasillo cuando escuchó la risa de sus sobrinos.

Con el corazón acelerado, apartó al escolta médico y corrió de vuelta a la habitación. Justo a tiempo para ver la enorme pantalla encendida de nuevo con los niños jugando jubilosos al escondite entre los limoneros y las camas de Julia y de Diego, vacías.

Autor: Raúl Tamarit Martínez


viernes, 8 de noviembre de 2019

De limpieza

Cuando veía a los demás, solo veía la vida que quería tener, la que rumiaba en su interior que merecía por sus muchos años de sacrificio y esfuerzo. Esa vida que no llegaba, cuando los achaques empezaban ya a aparecer.

Mientras barría en el edificio de oficinas miraba de reojo a los hombres y mujeres ataviados con trajes impolutos, yendo de un lado para otro aparentando estar ocupados en cosas muy importantes, y les envidiaba. Seguramente ellos no tenían que cuidar a un anciano padre, casi impedido y enfermo, sin ayuda de nadie. Y cuando acababa en el trabajo, aún tenía que seguir limpiando en casas particulares, hacer la compra y esperar que a su regreso a casa no le aguardara ninguna sorpresa desagradable.

Ese día Sara cumplía años. Cincuenta y cinco. Pero no habría fiesta. Un pequeño pastelito con una vela bastaría cuando regresara por la tarde. Se lo comerían los dos alrededor de la mesa camilla, en silencio, mirándose a la cara con ese gesto de "¿cómo hemos llegado a esto?". Luego Sara recogerá la mesa y esperará el pinchazo en las lumbares de cada noche mientras friega los platos.

Pero eso será después. Ahora, mientras guarda los utensilios en el diminuto cuarto de limpieza, se para frente al espejo. Se fija en el deterioro de su piel, en sus labios cuarteados y en las ojeras. El pelo descuidado le provoca una queja gutural. Se acicala brevemente y aparta la vista, incómoda ante su propia imagen.

"De limpieza"-boceto a tinta
Ella cree que la decisión de cuidar a su padre la destruyó. Y mientras friega el suelo, o le limpia el culo, piensa en sus hermanos y siente odio, un odio físico que le recubre los huesos y le causa un dolor constante. Isaías, Jesús y Saúl con sus vidas perfectas, y Luisa, sobre todo Luisa, la mayor, en su casita de caramelo, con sus hijos de juguete y su maridito de cuento de hadas. Ninguno quería saber nada de ellos dos. ¿A quién le preocupa el bienestar de un padre violento? ¿De un maltratador psicológico, para quien las palabras son cuchillos, o alfileres, o cigarros encendidos con los que torturar mente y cuerpo? Pero ya lo cuidaba Sara, así que también esta pieza encajaba en el cielo del puzzle de sus vidas de fantasía.

Como era su cumpleaños dejó de limpiar las oficinas media hora antes, se cambió de ropa y cruzó con su bolsito al brazo la planta cuarenta, que a esas horas de la tarde estaba repleta de personal. Ninguno se fijó en ella, nadie la miró ni la saludó en el trayecto hasta el ascensor. Bajó junto con cinco personas más que se alejaban de ella como si fuera a pegarles la fiebre amarilla. En la planta baja salieron todos delante y ella después, parsimoniosamente, sin prisa: era su cumpleaños.

Llegó a casa cuando el sol moría. Subió las escaleras de los cinco pisos. Metió la llave en la puerta y al abrir se le paró el corazón. La entrada estaba llena de heces, la pestilencia era insoportable. Su padre, al escuchar la puerta comenzó a gritarle desde el cuarto. A Sara se le cayeron las llaves y las lágrimas. Corrió hasta el cuarto y allí su padre semidesnudo golpeaba con el pie de la lámpara todo lo que le rodeaba. Sara intentó calmarlo y él le mordió el brazo y le arañó la cara.

Pero era el cumpleaños de Sara y ella estaba dispuesta a celebrarlo.

A los pocos días, sus hermanos recibieron cada uno un paquete. El de Luisa era el más grande y lo abrió con una sonrisa expectante. Dentro, la cabeza de su padre abría la boca para morder una manzana Red Delicious, lista para hornear.

Autor: Raúl Tamarit Martínez




Flor de la laguna

Amparo recorría las orillas de los arrozales, los caminos polvorientos, las veredas de cañizos que amurallaban los canales de aguas tranquilas y llenas de vida.

Se paró sobre una compuerta de la acequia que regaba los campos del tío Pep, ahora de sus herederos después de que lo encontraran muerto, medio hundido en las aguas poco profundas de los campos anegados y reverdecidos.

Un escalofrío le provocó un temblor en la ceja izquierda, justo en la cicatriz.

Se subió el vestido para ponerse en cuclillas y acariciar las yerbas que crecían salvajes junto al agua.

La luz del sol se apagaba deprisa y adivinó la silueta de dos hombres que venían desde el fondo del camino en silencio. Arrastraban los pies y cuando estaban a su altura le hicieron un gesto de saludo con la cabeza que Amparo repitió.

Las chicharras se quejaban del calor y algunas garzas emprendían el vuelo a otros rincones de la laguna. Amparo disfrutó de su lento aleteo y la imagen que dibujaban sus esbeltos cuerpos sobre el disco perfecto de la luna llena.

Cuando Amparo estuvo segura de estar completamente sola, metió el brazo hasta el codo en la acequia y sonrió al notar con los dedos aquello que buscaba en el fango. Limpió con agua de la superficie la bolsa de plástico, deshizo el nudo y sacó de ella una pequeña cajita de madera. Suspiró antes de abrirla. En su interior, un anillo de oro con una piedra carmesí que irradiaba destellos de sangre. Contemplándola se le humedecieron los ojos.

Flor de la laguna - 29,7x21cm - lápiz y tinta
Aquella noche lejana se parecía a ésta. Una noche luminosa en la que sus sueños parecían hacerse realidad. Ella en lo mejor de su madurez y enamorada. Le llegó tarde la emoción de las citas a escondidas entre los cañaverales, las primeras caricias que ardían como soles en la oscuridad, las dulces palabras de amor que caracoleaban en sus oídos y explotaban en su mente. Nunca había sentido nada como esto, ni su imaginación le había advertido apenas de su magnitud. Pero Pep le descubrió otros mundos en su propio interior, mundos que dormían en su corazón y en sus entrañas.

Aquella noche él le regaló el anillo. Amparo tocó otra vez el grabado interior: "Amparo y Pep" y un corazón.

Volvió a guardarlo en la cajita, lo envolvió en una bolsa nueva de cierre más seguro, lo hundió de nuevo en el fango, en un hueco de la pared de piedra de la acequia y lo aseguró con un pesado pedrusco.

Volvería otro día a aquel lugar, donde Pep accidentalmente tropezó en una de esas veces que se volteaba para decirle adiós y cayó golpeándose fatídicamente en la nuca contra la trampilla de piedra.

Aquella noche Pep no volvió a casa con su mujer y sus tres hijos.

Aquella noche, Pep la pasó en los brazos de Amparo hasta que los primeros rayos del alba volvieron a encender el verde oleaje de los arrozales.

Autor: Raúl Tamarit Martínez




Rosa tronchada

Cuando la rosa percibió cercano el filo de las tijeras que había cortado el tallo de sus hermanas, juntó sus pétalos y tembló casi imperceptiblemente.

La anciana que abrazaba el manojo de flores detuvo la acción del corte de repente. Su extrema sensibilidad había podido observar ese movimiento defensivo de la planta justo a tiempo.

Con enorme tristeza dejó las tijeras sobre la tierra, se ajustó las gafas y se acercó cuanto pudo a la flor temblorosa. Una congoja que no pudo dominar se apoderó de ella. Paseó sus dedos sobre el húmedo tallo esmeralda, como si acariciara a una mascota.

Algo cambió en ella. Algo que le produjo una drástica metamorfosis conceptual. Se sintió sucia, malvada, cruel, hasta que rompió a llorar delante de la flor.

Nunca más cortó un tallo, ni lo permitió hacer a sus empleados en los cinco viveros que explotaba en la provincia.

Los despidió a todos y cerró el negocio.

Ligó su propia vida a la subsistencia de la flor que la convirtió en otro ser.

Se sentó en una silla de mimbre junto a la planta y acompasó sus latidos a la caída de los pétalos de la rosa. Cuando la flor inclinó la cabeza adornada de pétalos secos, también el cuello de la anciana se dobló dejando caer suavemente la barbilla sobre el pecho.

Sus hijos las enterraron juntas sin escatimar en gastos.

Aunque, en su bienintencionada ignorancia, cubrieron el panteón de miles de agonizantes cadáveres de flor recién cortada, en honor a la madre que los parió.

Autor: Raúl Tamarit Martínez

fotografía propia retocada "Rosa tronchada"

45 minutos

45 minutos-21x29,7cm-Dibujo pastel blanco
(inspirado en fotografía de Brassai)
Eligieron aquella esquina de la calle para citarse porque fue ahí donde sus manos se reconocieron en la intención de tocar las mismas flores. Justo donde ahora, el destino se retuerce entre las sombras y la luz se escabulle por las grietas de aquella amarga noche.
Viviane se estremece mientras espera a Laura. Oye pasos al fondo de la calle y observa con nerviosismo, pero el eco desaparece. Cuarenta y cinco minutos. Aparecerá. Le prometió que vendría. Aún le quedaba una oportunidad. Da una calada al cigarrillo y echa la cabeza atrás. Ve un reflejo en los límites del cielo que sobresale de la miseria.
Laura aparece tras ella, silenciosa como una voluta de bruma. Se miran atentamente a los ojos. Apenas reconocen en ellos a las personas que eran cuando se conocieron.
Laura toca con delicadeza la mano de Viviane hasta que la suelta abruptamente. No quería mostrar debilidad. Debían despedirse para siempre. Pero Viviane la arrastró hasta la zona en sombra y la besó con desesperación. Laura la apartó:
-¡Basta! -Sacó un espejito del bolso y se limpió los rastros de pintalabios con un pañuelo. Viviane sollozaba.- Ni se te ocurra aparecer de nuevo en mi vida. -se ajustó el sombrero y echó a andar a toda prisa calle arriba sin mirar atrás.
Viviane, apoyada en la persiana de la floristería, logró recomponerse. La frustración la consumía. Guardaba una ínfima esperanza de que Laura reconsiderara su decisión de casarse con aquél hombre rudo pero adinerado, a pesar de que le provocaba asco.
Respiró profundamente antes de arrastrar los pies calle abajo. Sus hijos y su marido estarían preocupados por ella. Al menos, le quedaba eso. El amor de su familia. Aunque esa noche, sin la más mínima duda, los habría sacrificado sin parpadear a los pies de su amada.





Salvado

Me juré que nunca movería un dedo por ayudarle.

El muy cabrón me hizo la vida imposible desde que llegué al campamento.

Nos obligaba a patrullar como ratas cada noche por el laberinto de trincheras repleto de cadáveres y excrementos.

Nunca le vi pegar un ojo. Hubiera jurado que el sargento estaba convencido de que si le sorprendíamos dormido acabaríamos con él a machetazos. Y quizás habría sido así, pero no se presentó la ocasión.

Sin embargo, a pesar de ser tan cabrón, comía la misma mierda que nosotros, caminaba siempre el primero, cogía la pala y cavaba como todos y sangraba sangre roja en vez del tarquín que imaginaba recorrer sus venas.

Nunca se quejaba de sus heridas y miraba con asco al que lo hacía con las suyas.

No sé porqué, yo creía que me tenía una ojeriza especial, que estaba demasiado pendiente de mis errores, de mis cabreos y de mis momentos de oscuridad más amargos.

Pasé por situaciones en las que sinceramente me daba igual estar vivo o muerto. Se me nublaban los ojos con el humo de la pólvora, el polvo embarrado que me cubría todo el cuerpo junto con restos de piel y carne que se adherían a mi uniforme.

El último día que pasé en el frente fue uno de esos. Llevábamos varios días sin comer, bebiendo la lluvia que recogíamos en nuestros cascos cuando empezó el bombardeo. Todo parecía saltar por los aires: sacos, brazos, piernas, armas, botas. Solo me quedaba permanecer acurrucado, rezando para que el siguiente obús no me cayera en la cabeza. Pero no recé lo suficiente. Salí despedido contra una de las paredes de la trinchera y reboté como un saco de patatas.

Pensé que ese era mi final y vi a mi madre sujetarme la cara y besarme, y a mi padre gritarme detrás de ella. "¡Levántate joder! ¡No me seas llorica! ¡Levanta el culo de una vez y pórtate como un hombre!" Pero esta vez no podía obedecerle: "¡Perdóname papá, esta vez no puedo, esta vez no puedo!"

Desde el suelo, solo alcanzaba a ver el horror de mis compañeros destrozados a mi alrededor. Ya no podía ver la imagen de mi madre pero sí la de mi padre venir hasta mí gritándome, insultándome, agachándose para cargar mi cuerpo inerme sobre sus hombros y correr entre los restos, parándose con las explosiones, volver a cargar conmigo con cada caída.
Salvado-29,7x21cm-Dibujo a tinta y lápiz
(inspirado en fotografía de la IGM)

Logró sacarme de allí y ponerme a salvo.

Cuando recobré el conocimiento alguien me dijo que el puto sargento me había salvado la vida, que lo hizo con alguno más del pelotón hasta que lo perdieron de vista entre la humareda y las alambradas.

Pero yo no me creo que ese malnacido haya sido capaz de hacer eso por mí. Yo no habría movido ni un dedo por él.

Por lo que a mí respecta, me salvó mi padre, porque me quería tanto, me amaba hasta tal punto que al verme moribundo, se levantó de su tumba y acudió a mi rescate caminando entre los muertos.

Autor: Raúl Tamarit Martínez




Negra es la noche

El 14 de abril de 1971, teníamos 11 años. Eran las nueve de la tarde en la finca que tenían tus padres en las afueras de la capital, en pleno campo. Las plantaciones de tomates, alcachofas y cebollas rodeaban la finca.

Tu madre le describía entre lágrimas esa misma noche a la policía la ropa que llevabas puesta.

A mí no pudieron sacarme ni una sola palabra. Estaba en shock, con las pupilas dilatadas, la respiración acelerada, y quemaduras en las manos y en la cara. Solo acertaba a señalarles el cielo cuando me preguntaban por ti.

Nadie me creyó entonces y pasados cincuenta años ni yo mismo creía ya que hubiera pasado, hasta hoy.

Reconocí tu voz en mi cabeza, la misma que tenías de niña. Me confirmaste que lo que recuerdo de aquel día es cierto, que jugamos a El Escondite y yo debía descubrir tu escondrijo. Que te habías ocultado en la cebollera, junto a la acequia, y cuando me acercaba sigilosamente, un poderoso haz de luz atravesó el techo de la alargada estructura.


Negra es la noche - ilustración digital
Te estabas elevando como una paloma, con los brazos extendidos y me viste mirándote pasmado. Grité tu nombre y corrí hacia ti. Salté y alcancé a agarrarte de una pierna. Un intenso calor me levantó la piel de las manos y de la cara, cegándome. Seguí gritando hasta que caí sobre el campo de cebollas desde donde vi tu ascensión estupefacto, hasta perderte de vista.

En todo este tiempo de reflexión se me han pasado infinidad de ideas alocadas por la cabeza. He pensado que quizás tú no eras humana y vinieron a rescatarte, o a comprobar la evolución de tu ADN mixto, o que los anunakis se habían fijado en esos inmensos ojos tuyos, brillantes, ilusionados, alegres y querían copiarlos, crear nuevos seres así como tú, de ojos profundamente bellos.

También pensé que quizás no fue cosa de alienígenas, sino el mismísimo dios creador quien te capturó, o que eras un ángel caído por accidente y recuperado a toda prisa en una misión de rescate suicida... o que creíste que era buena idea esconderte en algún lugar del Universo donde me fuera difícil hallarte y así ganar el juego... (aquí he tenido que dejar de escribir esto para tragar saliva y contener la emoción)..., y si es así, si tanto lo deseabas ya te aseguro yo que has ganado, que puedes volver cuando quieras y así seguiremos jugando como dos niños.

Pero permíteme que hagamos una mínima variación: cambiaremos el juego de El Escondite por el de La Oca. Y en cada tirada de dados nos besaremos tantas veces como el dado nos sugiera, y en cada Puente que nos lleve a la Posada recuperaremos el tiempo perdido, y nos amaremos deprisa, y despacio, y deprisa. En el Pozo, en el Laberinto y en la Cárcel, haremos del amor una novedosa entelequia hasta que la Calavera nos devuelva al principio de todo, a cuando nuestras caras infantiles se miraban fijamente y parpadeábamos sueños con cada latido.

Autor: Raúl Tamarit Martínez



Duelo final

Jurgh resollaba. Las heridas de bala supuraban sangre. Pero no sentía dolor. La rabia no le dejaba espacio para sentirlo.
Desde que giró con su coche en dirección a la urbanización no había parado de matar; cosa extraordinaria en él. Sus propios compañeros bromeaban diciendo que su pistola y la funda eran de plástico porque jamás le habían visto empuñarla.
Nada más parar en el puesto de control y darle al guardia de la caseta el nombre de la persona que venía a ver, observó sorprendido cómo le cambió el gesto. Lo vio desaparecer bajo la ventanilla y reaparecer con un arma con la que encañonó al policía a la cara. Jurgh tuvo la fortuna de su parte. El arma se encasquilló y desde su incómoda posición al volante, agarró la muñeca del vigilante y le partió el codo en el filo de la ventanilla al tiempo que sacó su arma y le disparó en la cara.
Dos disparos de francotirador impactaron en el techo del vehículo y aceleró quemando neumático llevándose la barrera por delante. Enfiló por la carretera interior que como una serpiente subía hasta la cima de la meseta donde supuso que estaría la casa del tal Rudolf Planette. Cuando llegó arriba le esperaban tres matones que liquidó en orden de más alto a más bajo, como a los patitos en una feria, aunque le dejaron la carrocería como un colador y una bala en un hombro.
La sangre le recorría las venas a toda velocidad y otra herida en el costado le quemaba más de lo que habría esperado.
Recorrió el camino empedrado con los siete enanitos a un lado y Blancanieves ruborizada en el otro, hasta la puerta principal de aquella puta mansión. Otro matón abrió de golpe la puerta y le disparó volándole media oreja. Jurgh le atravesó la garganta con un disparo y un ojo con otro. Antes de entrar en la casa le propinó una patada al cadáver crujiéndole las costillas.
Enfrente tenía un espacio enorme, suelo de mármol y una doble escalera victoriana con mampostería de madera de cerezo.
Imagen: Duelo final - ilustración digital
Decidió subir por la derecha y a mitad de camino otro matón bajaba corriendo y disparándole por la de la izquierda. Sin cubrirse, Jurgh le dio en el estómago haciéndole rodar pintando de rojo doce escalones. Él se llevó en la refriega un impacto en el muslo derecho.
Empujó las puertas del dormitorio principal y entró cojeando en la habitación. En la cama, una joven rubia horrorizada, se cubría hasta la garganta y con mano temblorosa le señaló al policía una puerta. Jurgh le hizo un gesto y la chica huyó escaleras abajo.
El agente abrió la puerta del baño y se encontró a un anciano en el suelo, desnudo, excepto por unos calcetines negros de Calvin Klein, despeinado y con pintalabios corrido por toda la cara, gimoteando y suplicando por su vida.
Jurgh se lo quedó mirando fijamente, se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó una documentación.
-¿Rudolf Planette?
El anciano asintió compulsivamente.
-Tenga, esto es suyo. Se lo dejó olvidado en la comisaría, -Jurgh le tiró el pasaporte a la cara y le vació el resto del cargador en el pecho- ...hijo de puta.






Arua o La Gran Ola

Arua oteaba el horizonte como cada atardecer.

En una conversación de ancianas escuchó que desde allí vendría la gran ola, la que lo destruiría todo.

Su novio la tomaba por loca. Sus padres y sus amigas la tomaban por loca. Así que al cabo de algún tiempo dejó de acudir a la escollera.

Imagen: A vista de gaviota-ilustración digital
El tiempo transcurrió rápido, y ya anciana, en una de esas reuniones en las que se habla de todo, las amigas que la tomaron por loca cuando Arua era joven, sacaron el tema. La gran ola aparecería por el horizonte y se los tragaría a todos. Lo decían los curanderos, lo contaban adornándolo de monstruos y criaturas espeluznantes los marineros, hasta el clérigo en sus homilías se atrevía a darle verosimilitud a la fábula.

Pero esa noche, en la única taberna que quedaba en pie junto al embarcadero, Arua no estaba de humor. Había perdido a sus padres y hermanos hacía varios años. Su marido murió de disentería en sus brazos. Y hacía pocas semanas, su hija, su hijita del alma se había suicidado lanzándose de cabeza contra las rocas del acantilado.

Estaba sola. Vieja y sola. Así que cuando empezaron las cinco ancianas a relatar los terribles efectos que una ola gigantesca tendría sobre el pueblo, Arua pegó un puñetazo sobre la mesa y les gritó:

-¡Sois un atajo de brujas amargadas! ¡Tuve que sufrir vuestras burlas cuando era una niña por creer en ese cuento absurdo de la ola que nos arrasaría! ¡¿Y ahora?! ¡Ahora silbáis como culebras ponzoñosas que era verdad! ¡No tenéis vergüenza!

Las cinco se quedaron pasmadas mirándola. Arua bajó el volumen de su arenga y la voz se le quebró:

-¿Es que no os dais cuenta? Esa ola está en nuestras cabezas golpeándonos desde siempre, llevándose en su resaca nuestras vidas. ¡Me ha arrebatado a mi hija, a mi marido...! -se paró un momento para tragar saliva- ¡Me ha arrancado el alma a pedazos!

Arua se levantó de la silla con dolor y salió de la destartalada taberna arrastrando los pies. Cuando cerró la puerta tras ella, en el interior el tabernero miró a las cinco mujeres que permanecían en silencio e hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

En otra mesa, dos hombres apuraban su último trago cuando empezó el ruido. Primero se oía lejano. Pero enseguida el estruendo se acrecentó y la montaña de agua cayó sobre ellos como una antigua maldición.

Autor: Raúl Tamarit Martínez



Francisco desesperado

Durante varios meses intentó seguir las mismas rutinas. Ponía dos platos en la mesa, dormía en su lado de la cama y tenía cuidado de no molestar al darse la vuelta. Al despertarse besaba la almohada donde la cabeza de su esposa descansaba no hace mucho. En ocasiones la oía respirar a su lado, o le contestaba "buenas noches" a otras de ella que imaginaba.
Por la mañana, delante de la humeante taza de café pensaba en el pasado. Lo único que creía poseer.
Pasó la mañana entretenido con el montaje de su maqueta. Un galeón español del s.XVI. Revisaba las piezas de madera una y otra vez, los barriles, partes del cabestrante y también las cuerdas.
Pasadas dos horas, Francisco se detuvo. Descansó en el respaldo de la silla mirando fijamente la maqueta, sin parpadear. Sin verlo venir, le invadió un vacío profundo que le bajó hasta las manos. Las levantó por encima de su cabeza cerrándolas con rabia y las descargó sobre el barco como si de gigantescos martillos de hierro se trataran. Una y dos y veinte veces hasta destruirlo por completo.
Se detuvo y el silencio se fue posando como un polvillo invisible y asfixiante.
Con las manos y las muñecas heridas, se tumbó en la cama a oscuras. Le hubiera gustado llorar por su mujer, pero acabó llorando por él. ¿Para qué tantas horas perdidas uniendo pequeñas piezas de madera? Sintió asco de la vida, de su propia existencia.
Francisco permaneció allí hasta que perdió el conocimiento y las sábanas iban empapándose de sangre.
Lo recobró con la boca abierta, gritando en silencio y los ojos fijos en el techo.
Se levantó de la cama con una sensación de libertad desconocida. El cuerpo lo notaba fuerte y sus movimientos seguros y sin dolor. La habitación tenía una decoración diferente.
Ilustración: "Desesperación"
(base: dibujo de grafito creado por mi hija Alicia
y posteriormente coloreada con técnica digital por mí.
 ¡Ali, soy admirador incondicional de tu originalísimo arte!)
Fue al baño, pero el hombre que vio en el espejo no era él. Estaba viendo a alguien joven, delgado y fibroso.
Unos golpes salvajes al otro lado de la pared le sacaron de la estupefacción.
Se ajustó el batín y salió al rellano de la escalera. La puerta del vecino estaba entreabierta. Aún desconcertado preguntó: "¿¡Hay alguien en la casa!?". Pasó adentro con mucha precaución y se asomó al comedor. ¡Era su propia vivienda! ¡Los restos de la destruida maqueta y las salpicaduras de sangre aún cubrían la mesa y el suelo!
Con el corazón desbocado, corrió hasta la habitación esperando ver su anciano cuerpo tumbado en la cama, agonizando de soledad y tristeza.
Pero lo que vio le paró la respiración, le aflojó las piernas y cayó de rodillas aterrorizado.
Los cuatro hombres idénticos a él que permanecían de rodillas en la habitación, se giraron por segunda, tercera, cuarta y quinta vez respectivamente, al escuchar su propia voz en la puerta de entrada que preguntaba:
-¿¡Hay alguien en la casa!?



El sueño

Imagen: Libre belleza
22,9x30,50 cm - pastel y carboncillo
En aquel sueño, de pie en medio de la nada, crecían construcciones asombrosas a mi alrededor.
La luz se iba apagando y las ventanas se iluminaban. Miles de coches venían desde la distancia encendiendo sus faros y me parecían estrellas fugaces que me atravesaban como balas de fuego sin llama, dejando suspendidas en el aire, historias de luz y oscuridad.
Una de esas historias hablaba de ti.

Y es desde entonces que todos me dicen que soy un soñador. Porque me sumerjo en la vasta biblioteca de mis sueños pasados, buscando el párrafo de la página del libro en el que, en un mundo ideal, te amaba y me amabas en cada verbo y en cada coma, en cada beso y en cada tilde, en cada palabra y en cada caricia... soñada.



Gerónimo

El viejo Gerónimo se apartó de la tribu en plena noche y caminó como pudo entre las sombras hasta el río.
Bajo el brazo, envueltas cuidadosamente, llevaba unas hierbas poderosas con las que esperaba entrar en contacto con los dioses.
Se sentó en su lugar favorito de meditación: un recodo desde el que podía oír el rumor del agua. Hizo un pequeño fuego y se preparó la pipa con la poca luz que la luna le proporcionaba.
Enderezó la espalda y pegó las primeras chupadas con el rostro impertérrito, mirando y contando estrellas. La lechuza chirrió y Gerónimo murmuró una contestación mordisqueando la boquilla.
Imagen: Indio - ilustración digital
La transformación empezó a los pocos minutos.
Gerónimo mutó en águila y estiró los músculos, hinchó el pecho de aire y volvió con una culebra en el pico que devoró con apetito.
Siguió fumando y se transformó en un fabuloso búfalo. Galopó exhibiéndole a la noche su fuerza, pastó la jugosa hierba húmeda que crecía junto al río y regresó con lágrimas en los ojos.
Gerónimo intentó recuperarse de la Gran Tristeza levantando los hombros y cantando una canción de cuna a la luna.
La aldea apenas contaba con cinco familias. Sin alegrías, sin esperanzas dormitaban entre sol y sol, conviviendo con el rostro de La Muerte que se reflejaba en el agua y en los ojos de los niños.
Lanzó un aullido largo y profundo al viento y no tardó en obtener respuesta. Dos luces se dirigían velozmente hacia él hasta detenerse en la orilla contraria. Junto a ellas formaron un número creciente de lobos. Todos estaban pendientes del anciano. Gerónimo carraspeó y se dirigió a ellos con voz segura.
-Os he convocado como último recurso. El mundo que conocíamos ha muerto. Ninguno de nuestros sacrificios os ha bastado para salvarnos. Mi gente está preparada, incluso los más inocentes dormitan sin ilusiones sobre el pecho de sus madres. Colgado de mi cuello tenéis el emblema del Fin Del Mundo. Os lo entrego con vergüenza y deshonor. Disponed de nuestros espíritus.
Gerónimo se arrodilló con los brazos extendidos y lágrimas recorriendo los surcos secos de su rostro.
Las luces vibraron y se pudo ver en ellas infinitos seres diferentes hasta que se materializaron en dos grandes lobos blancos de ojos grises.
Comenzaron a caminar cruzando el río y el resto de lobos hizo lo mismo. Y eran millones.
Pasaron junto a Gerónimo imparables llevándose en las fauces su espíritu.
Las filas de lobos se perdían en todas direcciones y a medida que avanzaban, la noche se transformaba en día, las estrellas daban paso al sol y la oscuridad al más celeste de los cielos.
El sacrificio ofrecido por Gerónimo había desencadenado algo único y desconocido por el resto de los mortales. El mil veces derrotado anciano, había iniciado El Nuevo Amanecer Del Mundo.
Y en esta ocasión, el Ser Humano no estaba invitado a vivirlo.



Triste momento

Triste momento - 29,7x21cm
Lápices pastel sobre papel Canson negro
(inspirado en imagen vista en la red)
Cuando me invade la tristeza, la lluvia que repiquetea en los cristales de mi ventana, no canta de alegría. Ni las estrellas charlan entre ellas acomodadas en sus cuevas cósmicas, ni sonríen las bocas de los payasos.
Los colores pierden intensidad y se tornan grises, el café sabe más amargo, la respiración es más profunda, la garganta duele y la boca aprieta con intensidad diente sobre diente hasta el dolor.
Pero sobre todo, cuando me invade la tristeza, no quiero a nadie a mi lado. Es mi manera de lamerme las heridas y quizá, curarlas. Y detesto que invadas mi espacio, que me cojas la mano, que me beses en la frente.
Solo quiero que se vacíen las butacas y se apaguen los focos, que por fin se haga el silencio... y caiga el telón.





Octavio

Octavio estaba muy harto.

Deseaba poder echarle la culpa de su hartazgo a algo concreto. Pero no lo había. La causa era un monstruo informe que crecía en su interior hasta cubrir todos los huecos. Ya casi no podía ni tragar.

Se acomodó en la silla del chiringuito. La playa se veía saturada de sombrillas de múltiples colores. Algunas gaviotas chillaban buscando alimento y paseaban descaradamente entre la gente con aires de superioridad. Ellas podían volar y las personas, como Octavio, solo podían arrastrarse por el suelo como gusanos, o como serpientes.

Octavio miró a un punto en el horizonte y se relajó. La ridícula gorrita que le había comprado su esposa junto con el bañador a rayas, apenas le hacía sombra en los ojos. La piel le ardía al sol pero no se movería aún. Camila iba a volver en cualquier momento. "Espera aquí" le dijo.

Se entretuvo mirando pasar a familias y grupos de jóvenes yendo y viniendo de la playa.

Octavio no tenía ganas de nada. Ni de vivir. Pero esperaría a su mujer un rato más.

Un camarero se acercó y le preguntó si quería algo. Pero Octavio ya no le oía. Solo tenía sentidos para aborrecer el calor y detestar la incomodidad de la silla.

Decidió levantarse, lentamente. Le dolía la espalda y las piernas crujían como madera vieja. No sabía si lo había decidido él o una voz interior se lo había ordenado. El caso es que se encaminó pisoteando la arena hacia el mar. En su rectilíneo camino pisoteó toallas, apartó sombrillas y empujó personas y tumbonas. Le insultaron, le gritaron, pero él, inmutable, siguió su camino y entró en el agua. Las pequeñas olas le parecían carámbanos en su piel enrojecida.

El agua le cubría ya el pecho y el gorrito se fue surfeando sobre una ola que le inundó la boca.

Octavio no sabía nadar, sólo intentaba seguir andando hasta que el mar empezó a zarandearlo como a una boya.

Alertado un socorrista sobre el sospechoso comportamiento del hombre del gorrito rojo y bañador a rayas, alcanzó a Octavio justo a tiempo. Le hizo el boca a boca en la orilla y Octavio escupió algas hasta que le entró una ruidosa bocanada de aire y tosió, y lloró, y blasfemó...

No respondió a ninguna pregunta, no habló con nadie, no quiso irse con el socorrista, así que le dejaron allí sentado hasta que se puso en pie y volvió hasta su silla del chiringuito.

Empapado y con arena mojada pegada a su cuerpo se centró de nuevo en aquel punto perdido en el horizonte que le relajaba.

Estaba harto de vivir, de que otros siguieran decidiendo por él.


Al solecito - 22,9x30,50 cm - técnica mixta
Camila apareció alisándose el pareo y ajustándose la pamela. Se paró frente a Octavio incrédula, miró alrededor, bajo la mesa, detrás de la silla, y por fin acercó su cara iracunda a la de Octavio y le preguntó:

-¿¡Qué coño has hecho con la gorra que te compré!?

Octavio permaneció impávido. Ella le dirigió un gesto de asco y se fue malhumorada a la barra a pedirse un cóctel.

Una mujer morena con un luminoso vestido blanco se acercó a Octavio que permanecía sentado en silencio. Se puso en cuclillas frente a él y le miró a los ojos con curiosidad. Octavio dio un respingo y le sonrió. La mujer le ofreció la gorra roja empapada y repleta de arena y también le sonrió. Él cogió la gorra, se inclinó hacia ella y se dieron un beso muy largo.

Camila que presenciaba la escena desde la distancia estaba atónita.

Octavio parecía un muerto que volvía a la vida. Aquella mujer fue su primer amor, pero para él había sido el único. Octavio le susurró:

-Te he esperado toda mi vida.

Se levantó y se perdió con ella entre el gentío por el paseo marítimo.

Camila soltó el cóctel y fue tras ellos gritando: "¡Octavio!", pero enseguida volvió sobre sus pasos contrariada y le llamó la atención el revuelo alrededor de la silla donde estuvo sentado Octavio.

Apartó a la gente y descubrió horrorizada el cuerpo de su marido, sentado, la cabeza caída hacia atrás con la boca abierta, inerte, y la gorrita roja atrapada entre sus manos.

Autor: Raúl Tamarit Martínez



Redención

Me quedé de pie, empapado, frente a las pomposas escalinatas. Los demás congregados bajaban charlando entre ellos, se tapaban la cabeza con la ropa, abrían sus paraguas. Se dividían a mi derecha y a mi izquierda, como si me tomaran por Moisés separando las aguas.

Saliste la última. Tu cuerpo a contraluz se detuvo frente a mí en lo alto de las escaleras. Durante una eternidad tus ojos se clavaron a mis pupilas. Te pedí perdón con la mirada, consciente de que no había remedio, pero tu gesto de decepción me aplastó el alma. En ese momento, el cielo se hacía añicos sobre nuestras cabezas.


Redención-29,7x21cm-Técnica mixta
Bajaste los peldaños y te detuviste en el último. Parecías indecisa. Se me detuvo el corazón, aún había esperanza. Te cubriste la cabeza con la capucha, se desplegaron en todo su esplendor tus magníficas alas y desapareciste envuelta por la cortina de agua como un grito se pierde rebotando en las húmedas paredes de un pozo olvidado y profundo.

Yo ya no tendría otra oportunidad para redimirme, así que me abandoné a mi propia naturaleza.

Empecé incendiando el Palacio de la Luz, y después seguí mi camino imparable, dejando un rastro de fuego y destrucción por las calles que me devolvían inevitablemente al Averno.

Autor: Raúl Tamarit Martínez



La caricia

Caricia - 29,7x21 cm - Sanguina y tinta
Cuando llega la caricia, la caricia tan esperada, todos mis sentidos se alinean expectantes viéndola venir, se asoman al pretil del acantilado para observar su magnificencia, disfrutan del advenimiento como lo harían de un crepúsculo en la cima del mundo. La respiración se aquieta, la piel se apresta a su llegada activando cada milímetro, encendiendo millones de velas en cada poro extendiendo kilómetros de seda multicolor que rielan en el cielo.
Cuando llega la caricia y comienza su paseo emocionado y emocionante, las bombillas estallan, los pájaros lloran, la tierra tiembla y se ablanda, la imaginación flambea en épico silencio, suenan violines, ríen las estrellas y sueñan las fuentes y las flores.
Cuando llega la caricia espero que sea gloriosa y que al abrirle mi puerta, nunca venga sola.