Se paró sobre una compuerta de la acequia que regaba los campos del tío Pep, ahora de sus herederos después de que lo encontraran muerto, medio hundido en las aguas poco profundas de los campos anegados y reverdecidos.
Un escalofrío le provocó un temblor en la ceja izquierda, justo en la cicatriz.
Se subió el vestido para ponerse en cuclillas y acariciar las yerbas que crecían salvajes junto al agua.
La luz del sol se apagaba deprisa y adivinó la silueta de dos hombres que venían desde el fondo del camino en silencio. Arrastraban los pies y cuando estaban a su altura le hicieron un gesto de saludo con la cabeza que Amparo repitió.
Las chicharras se quejaban del calor y algunas garzas emprendían el vuelo a otros rincones de la laguna. Amparo disfrutó de su lento aleteo y la imagen que dibujaban sus esbeltos cuerpos sobre el disco perfecto de la luna llena.
Cuando Amparo estuvo segura de estar completamente sola, metió el brazo hasta el codo en la acequia y sonrió al notar con los dedos aquello que buscaba en el fango. Limpió con agua de la superficie la bolsa de plástico, deshizo el nudo y sacó de ella una pequeña cajita de madera. Suspiró antes de abrirla. En su interior, un anillo de oro con una piedra carmesí que irradiaba destellos de sangre. Contemplándola se le humedecieron los ojos.
Flor de la laguna - 29,7x21cm - lápiz y tinta |
Aquella noche él le regaló el anillo. Amparo tocó otra vez el grabado interior: "Amparo y Pep" y un corazón.
Volvió a guardarlo en la cajita, lo envolvió en una bolsa nueva de cierre más seguro, lo hundió de nuevo en el fango, en un hueco de la pared de piedra de la acequia y lo aseguró con un pesado pedrusco.
Volvería otro día a aquel lugar, donde Pep accidentalmente tropezó en una de esas veces que se volteaba para decirle adiós y cayó golpeándose fatídicamente en la nuca contra la trampilla de piedra.
Aquella noche Pep no volvió a casa con su mujer y sus tres hijos.
Aquella noche, Pep la pasó en los brazos de Amparo hasta que los primeros rayos del alba volvieron a encender el verde oleaje de los arrozales.
Autor: Raúl Tamarit Martínez
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