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viernes, 8 de noviembre de 2019

Arua o La Gran Ola

Arua oteaba el horizonte como cada atardecer.

En una conversación de ancianas escuchó que desde allí vendría la gran ola, la que lo destruiría todo.

Su novio la tomaba por loca. Sus padres y sus amigas la tomaban por loca. Así que al cabo de algún tiempo dejó de acudir a la escollera.

Imagen: A vista de gaviota-ilustración digital
El tiempo transcurrió rápido, y ya anciana, en una de esas reuniones en las que se habla de todo, las amigas que la tomaron por loca cuando Arua era joven, sacaron el tema. La gran ola aparecería por el horizonte y se los tragaría a todos. Lo decían los curanderos, lo contaban adornándolo de monstruos y criaturas espeluznantes los marineros, hasta el clérigo en sus homilías se atrevía a darle verosimilitud a la fábula.

Pero esa noche, en la única taberna que quedaba en pie junto al embarcadero, Arua no estaba de humor. Había perdido a sus padres y hermanos hacía varios años. Su marido murió de disentería en sus brazos. Y hacía pocas semanas, su hija, su hijita del alma se había suicidado lanzándose de cabeza contra las rocas del acantilado.

Estaba sola. Vieja y sola. Así que cuando empezaron las cinco ancianas a relatar los terribles efectos que una ola gigantesca tendría sobre el pueblo, Arua pegó un puñetazo sobre la mesa y les gritó:

-¡Sois un atajo de brujas amargadas! ¡Tuve que sufrir vuestras burlas cuando era una niña por creer en ese cuento absurdo de la ola que nos arrasaría! ¡¿Y ahora?! ¡Ahora silbáis como culebras ponzoñosas que era verdad! ¡No tenéis vergüenza!

Las cinco se quedaron pasmadas mirándola. Arua bajó el volumen de su arenga y la voz se le quebró:

-¿Es que no os dais cuenta? Esa ola está en nuestras cabezas golpeándonos desde siempre, llevándose en su resaca nuestras vidas. ¡Me ha arrebatado a mi hija, a mi marido...! -se paró un momento para tragar saliva- ¡Me ha arrancado el alma a pedazos!

Arua se levantó de la silla con dolor y salió de la destartalada taberna arrastrando los pies. Cuando cerró la puerta tras ella, en el interior el tabernero miró a las cinco mujeres que permanecían en silencio e hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

En otra mesa, dos hombres apuraban su último trago cuando empezó el ruido. Primero se oía lejano. Pero enseguida el estruendo se acrecentó y la montaña de agua cayó sobre ellos como una antigua maldición.

Autor: Raúl Tamarit Martínez



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