Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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martes, 1 de mayo de 2018

Hugo desaparecido

Hugo era un tipo afable, educado, y todos en la Casa le querían.
Una mañana desapareció. Nadie le había visto desde la noche anterior. En el desayuno, Floren, Virtu, Angelines y Paco miraron su asiento vacío y bromearon sobre sus dificultades para despegarse de las sábanas. Los cuidadores le buscaron por todos los lugares posibles del edificio antes de avisar a la policía, lo que contrarió a la gerente. El protocolo era muy claro en ese sentido, primero tenían que avisarla, aunque fuera su día libre.
Fue bien entrada la tarde cuando localizaron a Hugo en la playa, andando con paso inseguro y parándose a intervalos para mirar al mar, allá lejos, donde las líneas se confundían con el cielo.
Hugo se mimetizó con la lluvia. Solo se le conseguía ver cuando rompían las olas y las ráfagas de viento abrían un espacio, como una cortina de seda líquida.
Un policía acompañó a la directora del Centro. Caminaban hundiendo pesadamente los pies en la arena mojada, enfrentándose a los golpes de lluvia y viento. Le llamaron elevando la voz a medida que se acercaban para que no se asustara.
-¡Hugo!
Hugo no reaccionaba, seguía dando un par de pasos a la derecha y después a la izquierda sin perder de vista el difuso horizonte.
-¡Hugo! ¿Qué haces aquí? -le increpó la directora en un tono agrio que llamó la atención del policía.
Cuando ella le cogió del brazo, Hugo dió un respingo y la miró asustado. Los ojos los tenía muy irritados, apenas parpadeaba, y en su rostro contraído se confundían lluvia y lágrimas.
-¡Hugo, vámonos a la Casa! ¡Vas a caer enfermo! -dijo la gerente, mientras el maldito rimel le corría por la cara.
-¡No! ¡Rosita está llegando, está llegando!
Hugo quería soltar su brazo del agarre de la directora, pero no lo conseguía.
-¡Hugo, Rosita no va a venir! -le gritó. A medida que el agua le calaba más la ropa, la directora se ponía más nerviosa. Miró al policía y torció los labios. Definitivamente, este asunto le había fastidiado la cena de aniversario. Echaba en falta al idiota del psicólogo cuando se le ocurrió la idea.
-¡Hugo, escúchame! -el viento ululaba con estrépito y las gotas de lluvia empezaban a doler en la cara- ¡Rosita ha venido a verte esta tarde y te está esperando en la Casa!
-¿Rosita? -Los ojos de Hugo se relajaron al fin.
Raúl Tamarit Martínez - Perdido - ilustración digital
El coche patrulla les llevó hasta la Casa cuando la tormenta estaba en su momento álgido y los truenos estallaban sobre los tejados. Durante todo el trayecto el anciano no paraba de salmodiar el nombre de Rosita, como quien conjura la presencia de un dios, o el cumplimiento de un ferviente deseo.
La gerente entró en el recibidor cogiendo a Hugo por los hombros. En recepción contuvieron una sonrisa al verla con el pelo aplastado sobre el pequeño cráneo, y el pintalabios carmesí repartido por toda la cara. Y también sintieron un escalofrío al ver sus ojos.
Hugo miraba alrededor mientras daba torpes pasitos sin saber hacia dónde dirigirse. La directora le cogió de la mano.
-Ven conmigo, anda, que te está esperando. -le dijo apartando a los auxiliares con un gesto de la mano, conminándoles a volver a sus tareas.
La directora y Hugo subieron al ascensor. Hugo seguía susurrando el nombre de Rosita con los ojos muy abiertos, pero que no parecían ver nada de este mundo.
El ascensor paró en el segundo sótano y se abrieron las puertas automáticas. Todo estaba oscuro y Hugo dió un paso atrás. Los neones del ascensor apenas iluminaban un pasillo frente a ellos que se perdía en una silenciosa negrura.
-¡Mírala Hugo! -y Hugo abrió más los ojos- ¡Está allí, esperándote! -Hugo rió feliz y salió tanteando las paredes llamando a Rosita.
Y el ascensor se cerró tras él.



Cristo crucificado

Pablito se asomó al pasillo de la gran iglesia desierta. Había asistido al dantesco espectáculo que su hermano mayor y sus amigotes decidieron perpetrar. Escondido entre los asientos, escuchaba sus risas frente al Cristo crucificado, al que escupían, le lanzaban cerveza, patatas fritas, ketchup y servilletas mojadas que se quedaban pegadas a sus sangrantes piernas o en su cabeza.
Al rato, se cansaron de la burla y se fueron a la carrera por la puerta lateral.
La iglesia recuperó la calma, su habitual e impresionante silencio. A Pablito se le ocurrió que podrían estar flotando en el espacio, donde había leído que nada podía oírse, excepto tu propia respiración dentro del casco espacial.
Esperó escondido hasta comprobar que nadie acudía. Encaró el largo pasillo y comenzó a caminar hacia el altar. Solo se escuchaba el roce de la goma de sus zapatillas. Se detuvo debajo del Cristo y levantó la mirada. Observó atentamente las manchas sobre la figura del cuerpo crucificado y le asaltó un sentimiento de lástima. Habría preferido que su hermano no hubiese hecho esto. Sintió la vergüenza ardiendo en sus mejillas.
La sangre policromada de la lanzada brillaba temblorosa a la luz de las velas. Pero sobre todo, brillaban los grumos que la cubrían. La cabeza de aquel hombre parecía inclinada para mirarle desde lo alto, como si quisiera pedirle ayuda. Pablito miró a su alrededor. Cogió la tela blanca que descansaba sobre el altar y una de las sillas que se alineaban contra las paredes del pórtico. Colocó la silla bajo el Cristo y, subido a ella y de puntillas, empezó a limpiar lo que su hermano había ensuciado. Pero por mucho que lo intentaba, apenas llegaba a frotar los pies de la mancillada figura.
Estaba sofocado por el esfuerzo cuando le sobresaltó el grito del anciano sacerdote:
-¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo?
Pablito perdió el equilibrio y se agarró de los pies del cristo para no caer, pero su peso arrastró la cruz y se estrelló con ella contra el mármol del suelo.
Veinte años después, regresó a la iglesia y se sentó en la primera fila. Había recorrido medio mundo y visto cosas asombrosas. Tras el altar, el viejo y reparado Cristo giraba aún la cara buscando a Pablito subido a la silla de puntillas. Pero nada como lo que Pablo tenía ahora delante de él. En el púlpito, dirigiéndose a los feligreses ceremoniosamente, el sacerdote levantó las manos con una hostia consagrada entre los dedos. Al bajar la mirada, vio a Pablo sentado frente a él, muy cambiado, pero la cicatriz de la frente le delataba. Con desbordante alegría y ante la sorpresa de todos los presentes, el sacerdote corrió a abrazarle y le susurró al oído:
-¡Dios! Cuánto te he echado de menos, hermanito.

Raúl Tamarit Martínez - Cristo - 29,7x21cm - pastel 
(inspirado en El crucificado, Cristo de la Buena Muerte, 
imagen en madera realizada por Juan de Mesa en 1620)

Traspasando el límite

Si la esperanza es lo último que se pierde, ¿trasciende la esperanza a la muerte?



Traspasando el límite - ilustración digital

Vitrubio en el lago

Declaración del único testigo vivo del Paciente Cero:
"Puedo jurar que no le vi entrar en el embarcadero. Será porque no le quité el ojo en ningún momento a la puesta de sol."
"No le vi. Me habría dado cuenta, supongo. Un anciano, con sus pasos pequeños, andando por las maderas hacia el lago. ¡Me habría llamado la atención!"
"Tampoco le vi caer, ni escuché chapoteo ninguno. Así que cuando alguien levantó la voz, yo fui uno de los curiosos que se acercó a ver."
"Al parecer, un niño vio a una mamá pato con sus seis patitos subirse al pecho del anciano que flotaba a la deriva, bajo montañas de pétalos de muchos colores, con los ojos muy abiertos y la boca como la de un pez, respirando torpemente y con los brazos y las piernas muy abiertos. Me recordó al hombre de Vitrubio, pero coloreado."
"Muchos opinaban que el niño que avisó a su padre le había salvado de acabar ahogado, otros que fueron los patitos al confundirlo con un islote y llamar la atención del crio."
"El caso es que, al final, el viejo llegó con vida al hospital pero sufrió una crisis en la UCI y murió. Sin ningún tipo de documentación, sin nadie que acudiera a identificarle, acabó en la morgue. Yo ya no podía hacer nada más, así que me fui."
*****
El forense enarcó las cejas al levantar la sábana y descubrir que la piel del anciano estaba manchada por pigmentos florales. "Qué curioso" pensó. Pero lo que más le sorprendió fue cuando empezó a cortar con el bisturí, desde el cuello bajando por el tórax. Por la incisión, a medida que avanzaba, borboteaban pétalos multicolores sin parar. El médico hundió sus manos en la cavidad torácica esperando palpar órganos, pero sus manos solo extraían puñados y puñados de pétalos.
Cuando salió del desconcierto inicial, cogió su bloc de notas y se dispuso a escribir sus observaciones, por absurdas que le pareciesen, pero le sobrevino una repentina tos. Y otra. Sintió la boca llena. De ella sobresalían algunos aterciopelados pétalos. Con precaución cogió uno entre los dedos y lo miró atónito. Los siguientes accesos de tos expulsaban de su garganta cañonazos incontenibles de pétalos frescos, hasta que la falta de oxígeno le mató.
No fue posible conseguir vacuna para la enfermedad.
El contagio se extendió como un disparo por todo el planeta, hasta convertirlo en una cósmica y esponjosa pelota de colores.

Raúl Tamarit Martínez - Fuente de color - ilustración digital