Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

Bienvenidos a mi blog. Todas las imágenes y los textos del blog son de mi única y absoluta autoría para el disfrute de quien sepa apreciarlo.

(Para quienes sólo quieran ver mis obras pictóricas, las encontraréis aquí http://raultamaritmartinez.blogspot.com.es/ )


domingo, 8 de marzo de 2020

Qué hermoso fue encontrarte


Qué hermoso fue encontrarte,
qué hermoso sentir tus manos sobre mi cuerpo,
ver tus dedos construyéndolo de la nada,
Solo fue un sueño-Pastel sobre papel
tonado (dibujado ayer inspirándome
en una imagen de
la película Los Miserables)
cosiéndolo, atusándome las plumas nuevas,
montando dulcemente las piezas más complejas,
y poco a poco, el tiempo se desplegaba
como las alas de un ángel sobre mi cabeza
y tú besabas mis labios nuevos,
acariciabas mi piel primigenia
inventada por ti para mí,
para un universo diferente,
para un mundo recién amanecido,
y me enseñaste a volar con tus alas regaladas
hasta elevarnos juntos sobre los valles vírgenes,
sobre las lomas, sobre las nubes plateadas
de las montañas más altas,
y la felicidad caía por mis mejillas
y mis brazos rodeaban tu espalda
y mi pecho contra el tuyo se fundía en las alturas...
...hasta que, manteniéndome la mirada,
me arrancaste una a una las plumas del amor,
y me dejaste caer desde las estrellas al vacío,
y la caída fue tan dolorosa,
el desgarro tan profundo,
que mientras caía y caía,
dejó de importarme vivir,
dejó de importarme morir.

La recua

La recua zanganeaba sobre el camino dejando sus huellas redondeadas sobre la nieve.

Triscaban mecánicamente la hierba que sobresalía de los bordes del camino o entre las rocas o al pie de los árboles.

A cierta distancia, Pedro solía lanzarles algún silbido, o un sonido que les resultaba familiar y las tranquilizaba. Pero había pasado tanto tiempo desde la última señal que, sin parar de masticar, se giraban con cierto nerviosismo y los ojos bien abiertos, esperando verle aparecer de un recodo del camino o de entre los altos arbustos blancos de las veredas.

El temor empezó a apoderarse de sus mentes e inconscientemente fueron acercándose entre sí cerrando el grupo.

De repente un grito hizo temblar algunas ramitas. Cayeron pequeños copos sobre sus cabezas y se giraron las cinco vacas al unísono.

-¡Auxilio!

El ganadero se agarraba desesperado a una raíz que sobresalía a un lado del camino y que de momento le salvaba de caer al vacío, tanto más sobrecogedor cuanto que una espesa capa de niebla ocultaba el fondo del abismo.

Primero se puso en marcha Antonia volviendo sobre sus pasos y las demás, una por una, la siguieron.

Antonia era la vaca más vieja y la preferida del ganadero. Con ella hablaba durante horas bajo el farolillo del porche, o al acompañarla al cobertizo con las demás. Antonia le ahorraba mucho trabajo influyendo en las otras e incluso guiándolas en ocasiones por las sendas que había recorrido tantos cientos de veces. Pero en esta ocasión, la vaca se enfrentaba a una situación nueva.

Al llegar a la altura de Pedro, mugió con los ojos muy abiertos. Estaba asustada. El ganadero no acertaba a decir nada coherente. Le quedaba poca resistencia para seguir colgado. Antonia siguió mugiendo mientras se acercaba al mismo borde del precipicio. Alargó el cuello todo lo que pudo y mordió la manga de la zamarra de Pedro, otra vaca trincó la otra manga mientras las demás se movían alrededor temblorosas. Arrastraron a Pedro con suavidad hasta el camino poniéndole a salvo.

Raúl Tamarit Martínez-Paseo relajado
22,9x30,5 cm - Pastel y tinta sobre papel tonado
El ganadero, asustado y agradecido, se puso a llorar sentado con la cara entre las manos. Las vacas le lamían y pateaban el suelo nerviosas y aliviadas. Cuando Pedro calmó sus hipos, ellas volvieron grupa y continuaron triscando hierba, disfrutando del festín como pocas veces. Pedro les acarició el cuello y les besó la cerviz una por una. Se acabó de secar las lágrimas que aún humedecían su cara y con un suspiro, un silbido y un aviso, reanudó el paseo con sus vacas. No sin antes sacar del zurrón su móvil y marcar un número.

-Anselmo, soy Pedro. De lo que hablamos, nada. No voy a vender mi granja. He pensado que ¡qué voy a hacer yo en la ciudad! Allí no conozco a nadie, y aquí no estoy solo, -miró emocionado a sus vacas pastando relajadas- tengo todo lo que necesito, todo lo que quiero. Gracias por tu ofrecimiento.

Empezó a caminar y le siguieron cuatro, quedando Antonia rezagada, ocupada con un manojo muy jugoso de hierba. Cuando se dio cuenta de que Pedro se había parado para esperarla, dio un par de brincos y siguió sus pasos sin dejar de masticar ni un momento.

Jugando entre limoneros

El sol se abrió paso entre las nubes recién descargadas y jugaba a las sombras filtrándose entre las ramas y las hojas reverdecidas de los limoneros.

Los destellos en las gotas de lluvia llamaron la atención de Julia y Diego que corrieron entre los árboles manoteando la fruta y riéndose cuando las gotas frescas caían sobre sus caras.

Volvieron la cabeza y vieron a su tía que continuaba buscándoles al borde del campo, junto a la carretera.

-¡Juliaaaaa! ¡Diegoooooo!

Ellos seguían jugando, riendo, corriendo entre los árboles frutales que se extendían hasta la falda de las montañas como un manto verde tachoneado de puntos amarillos.

El cielo se despejó y pronto, solo un intenso color azul flotaba sobre sus cabezas.

De repente el cabello rubio de Diego empezó a levantarse como si flotara bajo el agua. Igual le pasó a Julia con su hermosa mata de pelo azabache. Se empezaron ellos mismos a sentir ingrávidos y se miraron a los ojos, divertidos mientras giraban en el aire. Rieron como locos hasta que el efecto desapareció y cayeron suavemente sobre el campo.

Gertrudis no conseguía verles, así que sujetó el mando entre las manos y empezó a manejarlo tal y como le habían enseñado. Presionó sobre el icono con el dibujo de un limón y este se apagó. Inmediatamente, miles de limones cayeron al suelo y desaparecieron. A continuación, presionó el botón con el dibujo de rama con hojas y después el de tronco de árbol. En ese momento divisó fácilmente la figura de los niños corriendo hacia el río. Pulsó el botón del río. Los niños se detuvieron y se giraron para mirar a Gertrudis.

- ¡¡Nooooo!! ¡¡Queremos jugar más!! -le gritaron.

- ¡¡No puede ser!! ¡¡Ha llegado la hora!! ¡¡Volved conmigo!! -les pidió con gran esfuerzo.

Julia le dijo algo al oído a Diego. Ambos miraron fijamente a Gertrudis unos segundos y echaron a correr hacia las montañas cogidos de la mano. Su tía apagó el icono con una montaña dibujada, y el de la tierra y el del cielo. En la pantalla que ocupaba toda la pared de la habitación del hospital, los niños quedaron corriendo en la nada.

Gertrudis permanecía de pie en el centro de la habitación, frente a la cama de ambos niños. Estaban en el décimo nivel, a 140 metros bajo tierra y la luz emanaba desde su izquierda de un panel con forma de ventana.

De las cabezas rapadas de Julia y Diego surgían cables que se conectaban con la pantalla. Los niños parecían inconscientes, aunque en la imagen de la pared seguían corriendo y riendo cogidos de la mano, suspendidos en el vacío. Sin embargo, en sus cuerpos físicos, sus bocas dibujaban una sonrisa y en los dedos de sus manos y sus pies se advertía leves movimientos.

La tía de Julia y Diego tenía el rostro bañado en lágrimas. Sin apenas fuerza en el cuerpo, se giró a mirar al alguacil médico que aguardaba inexpresivo e impaciente en la puerta de la habitación. Gertrudis tragó saliva. Le fallaban las piernas cuando acertó a apagar con un dedo tembloroso uno de los dos iconos con una silueta humana.

-Perdóname... -acertó a murmurar.

Julia desapareció de la imagen y la sonrisa y movimientos de sus dedos murieron. Diego aún corría en la gran pantalla, solo. Su cuerpo, estirado sobre la cama, se estremeció y emitió un gemido. Gertrudis miraba a Diego angustiada y justo cuando en la pantalla él paró de correr y se giró para mirarla desde la distancia, ella pulsó el botón que lo volatilizó. Ahí no pudo aguantar más y soltó el mando que se rompió contra el suelo.

La enorme pantalla se apagó. En la habitación solo se oía el agudo pitido de los electrocardiogramas. Los cuerpos inertes de Diego y Julia parecían dos sombras, restos irreales de una dolorosa pesadilla.

Los niños por fin habían dejado de sufrir, pensó.

Recobró la compostura, les dio un beso en la frente y salió de la habitación escoltada por el alguacil.

Aún no había dado diez pasos por el pasillo cuando escuchó la risa de sus sobrinos.

Con el corazón acelerado, apartó al escolta médico y corrió de vuelta a la habitación. Justo a tiempo para ver la enorme pantalla encendida de nuevo con los niños jugando jubilosos al escondite entre los limoneros y las camas de Julia y de Diego, vacías.



RaulTamaritM-Limón en rama-22,9x30,50cm-pastel