Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

Bienvenidos a mi blog. Todas las imágenes y los textos del blog son de mi única y absoluta autoría para el disfrute de quien sepa apreciarlo.

(Para quienes sólo quieran ver mis obras pictóricas, las encontraréis aquí http://raultamaritmartinez.blogspot.com.es/ )


lunes, 12 de diciembre de 2016

Camino al after

Caía la noche y hacía frío, así que Sento fue a cerrar las ventanas del comedor cuando unos chillidos muy agudos llamaron su atención. Se apoyó en el quicio del ventanal y miró el cielo azul profundo. Decenas de pequeños murciélagos estaban aleteando de forma alocada persiguiendo su comida. Hacía mucho que no les veía dar signos de vida. De repente uno muy feo se abalanzó sobre él y le hundió sus uñitas en la cabeza provocándole un hilito de sangre. El murciélago chillaba, Sento chillaba, y su madre, que entró en el comedor en ese momento, también empezó a chillar.

Sento intentaba agarrar al bicho, pero la madre cogió lo primero que vio, una figurita de porcelana de Lladró de 1969, y se la estampó a su hijo en toda la calva. El animalito y Sento cayeron al suelo fulminados.
-¡Hijo! -gritó la madre.
-¡Mamá! -gritó el hijo.
-¡Hiiiiiiiiii! -chilló el... en fin.
Desde el suelo, Sento tenía al pequeño vampiro a la altura de sus ojos, y le observó rechupetearse los pelos del hocico. El bicho le hizo ojitos y lanzó un último suspiro antes de desmayarse junto a los trocitos de porcelana.

Después de aquello, Sento ya no volvió a ser el mismo. Cambió su vida de diurna a nocturna. Acudía a todos los saraos, pubs y discotecas hasta que acababa desayunando en el primer after que pillaba.

Le echaron a patadas del trabajo, su madre ya no le esperaba despierta y el murciélago, que acabó enjaulado como un loro, solo revivía cuando Sento le ofrecía el pulgar con unas gotitas de su sangre alcoholizada.

Sento se fue transformando, degeneró hasta convertirse en un ser grotesco y antipático. Adonde iba, la gente se distanciaba de él unos metros y murmuraban sobre su aspecto y el hedor que emanaba a pesar de los litros de L'eau de Kaphrón en el que se bañaba.

Aquella madrugada regresó un poco antes a casa. Se extrañó al ver que la jaula del murciélago estaba abierta. Y al entrar en el comedor se le cayeron las llaves del susto. Un ser enorme colgaba de la lámpara cabeza abajo agarrado por largos dedos pintados de rojo carmesí. De la cintura le caía el batín de flores como unas hojas de alcachofa dejando a la vista unas grandes bragas color carne y al final, rozando el suelo, la cara redonda y rosada de su madre, con los brazos cruzados y roncando como un tren de leña.



viernes, 9 de diciembre de 2016

La bomba

Eleonora llegaba muy tarde a la cita con Sergio y corrió por la acera mojada con sus zapatitos de tacón, pegando resbalones. Como no sabía decir que no, había comido abundantemente en casa de su abuela. "Come un poquito más, que no comes nada".

Llamó al timbre sofocada. Le picaba la garganta y al toser se le escapó un aire. Se ruborizó mirando a todos lados por si alguien la había oído. Sergio abrió sin preguntar. Menos mal. Había una anciana esperando el ascensor. Elenora estaba sudando. Apretó las nalgas, pero fue peor. Esta vez se oyó en todo el recinto y la anciana la miró con ojos espantados tapándose la nariz con la toca. Eleonora eligió subir por las escaleras aireándose la falda y maldiciendo entre dientes. Notaba que se le hinchaba el vientre como un globo.

Sergio le abrió la puerta y la vio bailando sobre sí misma.
-¡Hola! ¿qué te pasa?
Eleonora se moría de vergüenza.
-¿Dónde tienes el bañoooooooo...? -cantó, con el esfínter contraído al máximo.

Entró apresuradamente, cerró el pestillo y se sentó en la taza del váter resoplando. Pero no pudo relajarse. Había apretado tanto el culo que no podía abrirlo para liberar lo que clamaba por escapar.

Rendida, se decidió por salir del baño y disimular.
-Nada, nada. Un mareo. Uf!
-Está bien. ¿Quieres tomar algo?
-¡¡AGUA!! Perdón... un poco de agua. Gracias.

Y se sentó en el sofá con las rodillas juntas y las manos temblorosas. Pero nada más volverse Sergio en dirección a la cocina, Eleonora se llevó aterrada las manos al culo y estalló.

Él se giró al oír la explosión. Fue un ruido deformado, casi líquido, una bomba fétida que nubló por un momento sus sentidos. Cuando pudo abrir los ojos, no vio a Eleonora. En su lugar, caían pedacitos de su vestido azul, y sus zapatitos de tacón temblaban todavía donde antes estaban sus pies.


viernes, 2 de diciembre de 2016

El reloj enamorado

He tenido que abandonar a mi reloj. 

Lo he dejado en algún lugar indeterminado en mitad del campo.

Ya no podía soportarlo más. Se había enamorado de mí.

Tenía la costumbre de programarlo para que me levantara por las mañanas, para acudir a alguna cita, para tomarme una pastilla...

Pero un buen día no sonó a la hora indicada. Me desperté sobresaltado, con el pálpito de que era muy tarde y en efecto. Miré por la ventana y llovía a cántaros. Mi reloj despertador juzgó que debía dejarme dormir en un día tan amenazador. Y llegué tarde al trabajo.

Hasta que me di cuenta de la verdad, falté a muchas de mis citas.

Aun así, le di oportunidades que a todas luces no merecía, a pesar de que sus surrealistas decisiones, a veces, me hacían reír. 

Le perdoné cuando me mostraba una hora irreal solo para mandarme mensajes de amor: 
-las 88:00 (ocho=infinito; los dos ceros juntos=nosotros. Así me decía que dormiría a mi lado por siempre)
-las 00:00 (me pedía un abrazo sentido)
-las 07:07 (que lo cogiera para bailar)...
y así un mensaje tras otro hasta volverme loco.

Ahora vivo sin despertador. 

Una semana durmiendo sin él... y le echo de menos. Tanto, que he vuelto al monte a buscarlo. 

La nieve empieza a caer y me desespero porque no recuerdo dónde lo abandoné.

He escuchado un sonido débil. Como un quejido electrónico. 

Escarbo con más nerviosismo del que quisiera y por fin lo localizo. 

Limpio la pantalla con cuidado. Está algo resquebrajada. Ha activado la alarma y tiembla en mi mano. . Una débil luz roja me muestra la hora 00:00 y se me escapa un sollozo mientras lo aprieto contra mi pecho. No podré sonreír sin él. 

Volví a mirarlo, pero ya era tarde. Me mostró una hora imposible, las 07:88, y supe que me estaba comunicando que se iba para siempre, en un baile infinito que ya nunca compartiría conmigo.


viernes, 25 de noviembre de 2016

La esfera

Sharha acudió a la llamada de su mascota Orbth. Enseguida vió porqué se mostraba inquieta. Una esfera luminosa flotaba a unos centímetros sobre la piedra del camino hacia la Puerta del Adiós. Nadie que la atravesaba volvía. Pero ahora, la esfera había entrado y palpitaba como si esperara algo o a alguien. Sharsha la cogió con cierta curiosidad entre sus manos. Miró el interior translúcido y arqueó las cejas. Una cuenta atrás cambiaba de color y pasó del 58 rojo al 57 azul y al 56 amarillo...

Miró a Orbth que le devolvió la mirada con el ceño fruncido y un gesto de negación.

Sharha decidió esperar y cuando faltaban 12 segundos se cansó y dejó la esfera en el suelo. Dio media vuelta y empezó a andar de regreso a sus tareas. Pero se detuvo. 9, 8, 7... Miró a Orbth. Orbth le miró a ella. 4, 3, 2... Ambos miraron la esfera. 1, ¡cero! Quedaron hipnotizados con la mirada fija en el centro luminoso de la esfera. Pero no pasó nada. Sharha y su mascota se retiraron decepcionados. 

No era la primera ni sería la última vez, que la expectativa de que algo sorprendente va a suceder, les defraudaba hasta la agonía.



lunes, 21 de noviembre de 2016

Emparedado

Le despertó la luz. Una luz tenue que tímidamente le acariciaba la barbilla.

Se tomó tiempo en comprender dónde estaba, en intentar mover los dedos de las manos y los pies, pero no le obedecían.

Comenzar a respirar le hacía daño y al hacerlo emitía un prolongado gemido.

Estaba aprisionado entre dos paredes. La que se levantaba frente a él, que simulaba grandes piedras macizas, se había desmoronado en parte y sintió frío.

No recordaba nada. Pero al cabo de unas horas, súbitas imágenes invadían su memoria. ¡Él era el faraón! y su sumo sacerdote le había condenado al olvido.

Removió agónicamente el cuerpo hasta liberarse y cayó al suelo. Observó el recinto. Un pasillo frente a él estaba abierto y se arrastró hasta la salida. Unos ruidos inimaginables le inundaron los oídos. Afuera, rugían demonios, bestias que le sobrecogían de miedo. Se puso en pie y comenzó a andar arrastrando la poca carne que aún quedaba pegada a los huesos. La fuerza del sol le cegó y un griterío creció a su alrededor mientras los turistas disparaban sin cesar sus cámaras frente al Templo de Debod en Madrid.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Lycan

Lycan, mi nombre, ha sido objeto de burlas en todas las etapas de mi vida. Pero nunca me ha importado. Mi misión era tan importante como que la luna estallara de sol. Al cumplir los 33 años, una convicción sin fisuras me dictó que era el momento y activé la secuencia que miles de satélites transmitirían por todo el planeta.

El gen que escondía la esencia de la licantropía se hallaba dormido en los portadores, ignorantes de su realidad. Un colectivo amplio, seres humanos, aparentemente normales, diseminados por todos los ámbitos de la sociedad.

La Humanidad sería aniquilada en cuestión de horas, de días. Y el virus que lo conseguiría estaba en casi todos los hogares. 
Los elegidos comenzaron bruscamente su transformación y el cambio era insoportable hasta que dejaban de ser ellos mismos. 

A partir de ahí, los colmillos y las garras se cubrieron de sangre y el planeta se detuvo, masacrado por el terror y la destrucción.

Sin embargo, desde mi atalaya de suficiencia, jamás valoré que la fuerza desatada se volvería también contra mí.

Al constatar que yo no mutaba entré en pánico. Me di cuenta de que me había convertido en una víctima más. Y que los enloquecidos licántropos que aplastaban ahora mi puerta, jamás sabrían que quien desgarraban en sus fauces, era su patético creador.



domingo, 13 de noviembre de 2016

Lágrimas de sangre

No podía llorar más. No le quedaba llanto. Ahora solo le quedan lágrimas en el alma. Lágrimas de sangre...



viernes, 11 de noviembre de 2016

Ceguera parcial

César estaba ciego. O él creía que lo estaba.

Ningún informe médico lo corroboraba, sin embargo él aseguraba que no veía nada. Nada, excepto las imágenes reflejadas en los charcos, en el agua que cubría las superficies horizontales. Ni siquiera las imágenes que los espejos mostraban conseguían excitar sus bastoncillos, las células más anárquicas de todo su cuerpo.

Tras la lluvia, recorría las calles y los parques empapándose de las imágenes del mundo que se proyectaban en el suelo, como en una pantalla de cine.

En esas placas acuosas conoció a su mujer. Le enamoró su sonrisa, sus ojos fluctuando en ondas de seda. En esas superficies plateadas aprendió a leer con letras inversas. Y cuando la angustia de su aislamiento visual le superaba, era en el agua mansa de un estanque, de noche, donde su corazón normalizaba sus latidos, contemplando las luces de la ciudad sumergida, las farolas y semáforos que se hundían, los brillos ahogados en la superficie del agua. Eran para César, la manera de ver el espectáculo del cosmos, la contemplación aproximada de las estrellas, de la luna. La manera de sentirse vivo hasta el llanto, de quererse un poco hasta su muerte.

Incandescencia en la noche - fotografía

martes, 8 de noviembre de 2016

Portal celeste

De vez en cuando tienes la suerte de ver una gaviota volar sobre tu cabeza y sus alas incendiarse al amanecer con destellos dorados. 

O de mirarte en los ojos de tu perro y emocionarte al descubrir en ellos el amor ondeando en sus párpados acuosos.

O de sentirte estallar de felicidad cuando las manos perfectas modelan en tu cuerpo el ser que quieres ser el resto de tu vida.

De vez en cuando tenemos la suerte de mirar a lo alto, y sobrecogernos al ver una puerta recién abierta en el cielo.



domingo, 6 de noviembre de 2016

Engrudo humano

Shinsa recordaba haber oído de un tiempo, en que las personas se movían como enjambres, en masas informes, hacia las fábricas. 

Iban y venían como manchas de petróleo resbalando hacia agujeros negros que respiraban por chimeneas.

Oyó decir que con el paso del tiempo, la gente se deshizo del engrudo que cubría sus cuerpos y sus mentes. Abrieron los ojos a una nueva realidad, en la que descubrieron que había otra forma de vivir.

Fuera como fuese, Shinsa no se imaginaba nada que no se pareciera a ver la silueta de otras personas arrastrándose en la oscuridad, sin rumbo, que no fuera arrastrar los pies desnudos sobre la grasa y el barro, sin nada en el estómago que vomitar, ni en la imaginación para soñar...


sábado, 29 de octubre de 2016

Laberinto de locura

Caen las gotas de lluvia sobre el reloj.
Destellos de faros en la noche
nacen y mueren, 
emergen y se sumergen,
cantan y lloran,
se levantan y al poco 
caen de nuevo
en el olvido
y desaparecen entre sombras 
de dolor y odio,
que torturan recuerdos
hasta hacerles gritar,
hasta que rasgan el camino
por el que un río de estrellas
viajará hasta tu boca.

Y girarás la cabeza para mirarme,
y tu mirada temblará 
buscándome en la oscuridad
del laberinto de locura
en el que me extraviaste 
para siempre.


jueves, 27 de octubre de 2016

Autoretrato

Llevaba tiempo engañándose a sí mismo. Jésica se había convertido en toda su vida.

Ella tenia la belleza, la juventud, ese tipo de energía que a él le hacía fluir e hinchar el pecho de felicidad.

Estaba llena de alegría, de sueños que quería realizar con él. Y él se dejaba llevar, como en un vals, bailando y dando vueltas arropados por la música en un gran salón de luces doradas.

¡Cómo un simple acto inocente puede destruir pirámides, derrumbar rascacielos! Jésica, jugando, insistió en que se hicieran una foto con el móvil, juntos, abrazaditos. Y cuando se vio junto a ella en la pantalla, estático como un árbol, abrió los ojos por primera vez. Se descubrió derruido, acabado, avergonzado de aprovechar la vitalidad de Jesica para mantenerse vivo. Se sintió como los restos de un naufragio que insistían en sobrevivir al capricho de las olas, queriendo seguir mirando al sol.

Ese día tomó la decisión. Se fue soltando de ella lenta, dolorosamente. Y la oscuridad del océano le engulló sin hacer ningún ruido.





lunes, 24 de octubre de 2016

Búscame en las estrellas

Su mujer le dijo la verdad señalando al cielo. Ningún moribundo miente: "Búscame allí, te esperaré en las estrellas"

Una mañana, Miguel emprendió la búsqueda. Anduvo durante días, y las noches se tumbaba mirando el firmamento. Pero por más que buscaba no hallaba rastro de Teresa.


Una noche decidió seguir caminando, pegado al arcén de la carretera, con su hatillo colgando del hombro y sus ochenta años pesándole en las piernas y en el corazón.

El camión con todas sus luces encendidas salió forzado de la curva. En un instante, salió el sol para Miguel y le arrolló.

Se vio a sí mismo tumbado en el asfalto, con la cena aplastada, su mano abierta y aún temblando. Se sintió flotando sobre el conductor que pedía la ayuda de su dios y lloraba de frustración junto al cuerpo inerte y roto de un anciano loco.

Miguel se sintió ligero y seguro. Una voz familiar le susurraba al oído y le hacía reír por primera vez en mucho tiempo. Miró hacia abajo y supo que había llegado. Su mujer le aguardaba, sentada en el borde del Universo.



jueves, 20 de octubre de 2016

Hada perdida

Algunas hadas son tan curiosas que a lo largo de los tiempos desarrollan un cuello muy muy largo. Se asoman tras los troncos de los árboles, atisban entre las hojas todo cuanto acontece en el bosque. Nada se escapa a sus chispeantes ojitos. Pero ¡ay!, en ocasiones, una de ellas se despista y se extravía. Y sus hipos lacrimosos llaman la atención de los maléficos espíritus que habitan la oscuridad...

viernes, 14 de octubre de 2016

Clara la soberbia

Clara la rompecorazones, la más bella criatura sobre la Tierra, la de los ojos de gacela... no tenía amigos. Las chicas porque las despreciaba, los chicos porque acababan con el corazón roto y sangrando en las caballerizas de palacio.

La soberbia de Clara no tenía límites, ni se parecía a ninguna cosa que nadie hubiera visto jamás en un ser humano. Se sentía tan orgullosa de sí misma que se llegó a interesar por el espejo del que todo el mundo hablaba. El espejo que reflejaba la auténtica y completa belleza de quien se miraba en él.

Muchas mujeres de lejanos rincones del mundo hablaban maravillas de él. Se quedaron fascinadas de lo que vieron y su satisfacción la predicaban a la rosa de los vientos.

Clara acudió con su matrona al castillo de la bruja que lo protegía en lo alto de la torre, cubierto por finas telas de seda negra y azul.

La bruja le recitó los avisos de rigor, pero Clara la apartó con la mano y subió las escaleras ansiosa. La matrona llegó resoplando justo a tiempo para ver a Clara sentada frente al espejo, en camisón, con el pelo suelto cayéndole en cascada por la espalda.

Clara pellizcó la tela de seda y la tiró al suelo. Emitió un quejido y enmudeció.

La matrona miró sobre el hombro desnudo de Clara la imagen que devolvía el espejo y un chillido de terror rasgó su garganta.

Clara sin embargo, pareció reconocerse en él. Se pasó la mano por la cara, se emocionó observando las membranas nictitantes en los ojos y al sonreír, sus dientes brillaron como cuchillos a la luz de las velas.


sábado, 8 de octubre de 2016

Reencuentro


Era tan hermosa, que el espantapájaros soñaba con que se acercara lo suficiente para que rozara su ropa, con que la brisa le ayudara a mover sus manos de paja y rodearla por la cintura. Soñaba con su dorado cabello bailando al viento sobre su cara de esparto.

Clavado en el campo, crucificado como un bandido, con los bolsillos llenos de semillas y tierra, miraba de nuevo asomarse el sol entre las espigas, relampagueando chispas de luz, agigantando su sombra primero hasta hacerla desaparecer a sus pies.

La niña se acercó a él un día radiante. Se rió de su cara de trapo, y él le reía, de su sombrero agujereado y sucio, y él sonreía. Se rió de su chaqueta a cuadros, de los bolsillos descosidos, de sus pantalones rotos. Y él se moría de vergüenza, hundida la barbilla en el pecho, deseando poder salir corriendo y perderse.

Al amanecer, seguían retumbando en su cabeza las risas, que poblaban el aire como mariposas tristes. Y por un instante se sintió humano al notarse lágrimas, que mostraran el dolor que le atormentaba. Pero solo era rocío. Y los cuervos, viejos amigos, se posaron en sus brazos de nuevo. Para ellos, él era el perfecto espantaniñas.



domingo, 2 de octubre de 2016

Convaleciente


Tuvo que recorrer medio mundo. Le habían avisado unos parientes. Ella se estaba muriendo y un único nombre salía entre susurros de sus labios: Javier.

Cuando bajó del autobús le estaban esperando. Le llevaron a toda prisa hasta la casa de María. En la entrada, la madre le miró de reojo con desprecio y le dió la espalda. Javier entró en la casa sin decir nada, buscando con la mirada. La hermana de María le abrió la puerta del cuarto y desde el umbral Javier sintió el corazón detenerse.

Se arrodilló junto a la cama y sujetó con dulzura su mano. Ella giró la cabeza con esfuerzo, miró a Javier y sus ojos enrojecidos parecieron transformarse en cristales. Javier sintió un ahogo atascándole la garganta.

Los primeros rayos de sol empezaban a atravesar la ventana y les iluminó débilmente. Él no pudo aguantar más y rompió a llorar justo cuando María exhaló un largo suspiro que la vació por dentro, mientras apretaba con sus últimas fuerzas la mano de Javier. Él permanecío durante mucho tiempo junto a ella rememorando los momentos felices. Pero cada vez que traía escenas de la separación a su mente, notaba que la garganta le negaba el derecho a vivir.

Cuando Javier tomó el camino de vuelta, se quedó hipnotizado por el paisaje, sintiendo que con cada árbol, con cada casa, con cada ser humano que desaparecía tras él, dejaba un jirón de su alma cosido al recuerdo de María.


sábado, 1 de octubre de 2016

Como un tiro en la frente

La luz del amanecer la despertó una vez más. Llegaba tarde, así que directamente se vistió ante la mirada de su perro que la observaba con los ojos muy abiertos, tumbado en la cuna.
Entró en el cuarto de su madre y le dio un beso en la mejilla para no despertarla. Le extrañó verla rodeada de pañuelos de papel usados.

Salió de puntillas de la casa cerrando suavemente. Corrió hasta el ascensor, salió a la calle y le enfadó mojarse con la lluvia. Subió al autobús, saludó con la cabeza a los habituales desconocidos, que pasaron de ella, y se encogió de hombros.

Llegó a la oficina. Hacía un día de perros para todos. Nadie levantaba la mano ni la mirada para saludarla ni darle los buenos días. Qué asco. Se sentó en su mesa y se sonó los mocos. Le asqueó ver un poco de sangre en el papel.

Los compañeros estaban haciendo corrillos, alguna compañera daba un grito y se echaba a llorar. Algo grave había pasado. Pero ahora tenía algo más urgente de lo que ocuparse. La nariz no paraba de sangrarle y se fue al baño. Se lavó las manos y la cara. Le molestaba algo la frente y se miró al espejo. Se quedó helada. Tenía un enorme boquete entre ceja y ceja.

Una compañera entró hipando en el baño y se le echó encima, literalmente la atravesó, ocupaba todo su espacio físico como si... Volvió a mirarse al espejo horrorizada. Se metió el dedo en el agujero de la frente y a continuación las dos manos en la nuca. Un enorme boquete se abría donde debía estar su cráneo. En ese momento fue consciente de que nunca más volvería a trabajar en aquella oficina.


martes, 27 de septiembre de 2016

Después de la pelea

Héctor acostumbraba a huir desde niño. Le asustaba el run-run de alguien acechándole, oía gruñidos de perros y lobos a su alrededor. 

Los gritos y amenazas contra él le obligaban a esconderse, a ocultarse en las alcantarillas, en las cuevas, se perdía en las montañas durante días y meses, se alimentaba de raíces y bayas, de los restos de animales que encontraba en las madrigueras y al pié de los acantilados. Siempre huyendo, dando la espalda a las amenazas. Entraba en edificios vacíos y seres informes le perseguían incansablemente rugiendo a sus espaldas.

Una tarde que caía roja sobre su piel sudorosa, mientras corría sobre las sombras de una carretera abandonada, perseguido por una jauría de ruidos escalofriantes, jadeando al borde del desmayo... algo ocurrió.

Detuvo su carrera aminorando el paso. Se paró en la noche, bajo la luz nacarada de la luna, mirando al suelo. Relajó todos los músculos de su cuerpo y se giró lentamente. Los ruidos, los rugidos, los gritos cesaron. Visualizó una enorme figura compuesta de indefinibles y horribles formas que alzó sus garras contra él. Pero Héctor ya no le temía. De pronto se dio cuenta de que el miedo que sentía había destruido su vida. Y decidió disfrutar de su epifanía: enfrentarse a la realidad.



sábado, 24 de septiembre de 2016

La cadena

Laura arrastraba a su perra Fedra de la correa hasta su casa. Pedro estaría levantado y esperándola. Mientras esperaba al ascensor su respiración se aceleró. Llegó a su piso, abrió la puerta dejando entrar primero a la perra y allí estaba él. Parecía un enorme oso a contraluz. Su marido lanzó un gruñido ininteligible, la cogió de la muñeca y la arrastró a la cocina. Allí la desnudó desgarrándole la ropa, le rodeó el cuello con una correa de piel negra y remaches dorados y la enganchó a la pared.

Apretó con dureza la cara de Laura con la mano mirándola con desprecio. Laura temblaba de frío. Era pleno invierno. Pedro se aseguró de llevar la cartera en la chaqueta, cogió las llaves del coche y en el quicio de la puerta la voz de Laura le detuvo:

-Pedro...

Él la miró de soslayo y se fué dando un portazo.

La perra, con el rabo entre las piernas se escondió debajo de la cama.

Pedro llegó al trabajo y Reinaldo, su jefe, le acompañó hasta su nuevo despacho. Bajaron al sótano, una mesa pequeña e hinchada de humedad, escasa luz, sin teléfono. Le hizo sentarse en el suelo, aún no había llegado el nuevo mobiliario. Le ordenó que se ajustara una argolla anclada en el suelo al tobillo y se marchó con las llaves de la casa y el coche de su empleado. Pedro se quedó en la penumbra mirando a la pared con los ojos muy abiertos y aterrorizado.

Reinaldo condujo el coche de Pedro hasta la casa de éste. Fedra apenas ladró al oir la llave en la puerta. Reinaldo entró en la casa.

-¿Laura?

Un sollozo le condujo hasta la cocina y vio a Laura sentada en el suelo, desnuda, temblando, con la cara entumecida de llorar. Se asustó al ver al hombre agacharse, cogerla de los hombros y ayudarla a levantarse.

-¿Quién...? -logró decir Laura.

Reinaldo la liberó del collar y la ayudó a vestirse y a entrar en calor. Ella siguió llorando hasta que se tranquilizó en brazos de Reinaldo. Llamó a Fedra, le puso la correa y la sacó a pasear. Al cabo de un buen rato, Laura arrastraba a su perra Fedra de la correa hasta su casa. Reinaldo estaría levantado y esperándola... su respiración se aceleró...

Paseo rápido - fotografía retocada



jueves, 22 de septiembre de 2016

Responso

Ella miraba la cruz de piedra clavada en el suelo, cubierta de líquenes, con los poros de granito, vencida por los años, y los brazos abiertos anunciando un encuentro.

Era para ella un símbolo, como el jalón que fija el alma a la tierra. Sin embargo, sabía que allí no quedaba nada. Él la rodeaba como un aura que flotaba y brillaba en sus dedos cuando se rozaba los labios recordándolo.

Y absorta en este pensamiento, languidecía la luz del sol en dorados que rodeaba, como las manos de una madre amorosa, el ramaje de los cipreses, las lápidas húmedas e incluso su propio cuerpo trémulo.

Tímidamente, rezó como le enseñó su abuela: hacia adentro. Y se fue de allí amando los recuerdos como le enseñó su padre: con el alma.




El show debe continuar

Ha estado en todas las riñas, en todas las peleas, escaramuzas, razzias, batallas. Ha estado en todas las guerras. Algunas veces incluso creyó que era su deber, que estaba moralmente obligado. 

Otras se vio arrastrado por las circunstancias o por el cañón de una pistola en la sien. Pero siempre acabó igual: cadáver. 

Cuando la paz no es suficiente para que unos pocos sigan aumentando su riqueza exponencialmente, le mandan a él a morir por ellos. A millones, a morir para ellos. Para esos pocos, los muertos no importan. El show debe continuar...



Remordimiento angelical

Él no buscaba ser un ángel. Y mucho menos un ángel vengador. A él lo que le gustaba era cantar. Se sentía a gusto en el coro de los serafines. Pero no podía ser. Desafinaba, y Gabriel le enmudeció para siempre.

En el cielo a cada uno le asignan un cometido. El suyo era vengar el oprobio cometido contra los inocentes. Lo cual no le desagradaba del todo. De hecho, él mismo se consideraba víctima de su jefe. Y esa circunstancia le dio el punto que necesitaba para realizar su trabajo: la rabia. Sus mandobles cortaban cabezas, cercenaban piernas y brazos hasta destruir la maldad al ritmo de "Santo, Santo, Santo es el Señor". 

Sin embargo, al acabar la matanza, se sentía culpable. ¿Porqué tenía que ser él? ¿Merecía tamaño castigo no saber cantar? Sabía que no era libre, y que el remordimiento le perseguiría el resto de su singular eternidad. Miró hacia abajo donde sus homónimos caídos se reían de él. Agachó la cabeza, apretó los puños y tarareó en su mente una melodía mientras esperaba impaciente su siguiente encargo.



La extraña pareja

¡Cómo si el amor pudiera escoger! En no pocas ocasiones veo una parejita que se arrumacan, agarrados del brazo, engatusados y sin embargo, a pesar del embelesado besuqueo me digo a mí mismo: ¡Qué extraña pareja!



El corazón de la ciudad

Su corazón tiene tres válvulas y ellas marcan el ritmo de los latidos. 

Una es verde, como la pulpa de un kiwi inmaduro. 

Otra es naranja, la menos duradera, transitoria, casi prescindible. 

La tercera es roja, como las lágrimas de la granada, roja como las mejillas de un niño, como una herida abierta que nunca para de verter promesas de una vida mejor.

Y cuando cesa la sangría, una pausa naranja se apodera de ella y la esperanza parece reinar todopoderosa de nuevo. Pero es un espejismo. El verde se evapora y la herida vuelve a abrirse para después cerrarse, y abrirse... Y millones de parpadeos verdes, naranjas y rojos bailan la predecible danza de la vida y la muerte de la ciudad.



lunes, 12 de septiembre de 2016

La lectora de cartas

Era su bien más valioso. Ese puñado de cartas desgastadas, amarillentas, releídas incontables veces, siempre junto a su mesita de noche, apenas iluminado por la tímida luz de la lamparilla, la anclaba al pasado como una descomunal losa que la asfixiaba. Y no obstante, les quitaba la goma que las mantenía unidas, y en ritual ceremonia, las releía de la primera a la última sentada junto a la ventana hasta que la luz del día se hacía insuficiente y su memoria sustituía a sus ojos.

Aquella mañana, recién levantada, aún desnuda, se sentó junto a la ventana cerrada de su cuarto, abrió las cortinas y desplegó las cartas por orden cronológico sobre la mesa. Le dio un sorbo al café mientras decidía con cuál de ellas deleitarse: aquella en que le declaraba su amor, o ésa en la que le prometía envejecer a su lado, o con la que le hacía reír tanto...

Antes de decidirlo, y sin reparar en el espantoso viento de poniente que doblaba los árboles de la alameda, abrió de par en par las hojas de la ventana. Las cartas volaron golpeadas por una mano gigante, batieron sus alas como palomas liberadas de un agónico cautiverio. Ella, espantada, lanzó un grito de horror y salió corriendo de casa, saltó de dos en dos los escalones hasta la calle y persiguió las cartas como una enajenada. Nada le ataba al presente, porque su presente era su pasado, y su pasado se escapaba furioso por calles y parques, por esquinas y sumideros.

Apenas dos hojas de cientos acabaron estrujadas entre sus dedos. No sabía si volver a su casa o quedarse llorando sobre el asfalto empedrado. No tuvo que decidir. Sus manos, su boca, todo su cuerpo se transformó de pronto en miles de cartas nunca escritas, en declaraciones y poemas, en secretos y confidencias que jamás se atrevió a garabatear sobre el papel. Y desapareció entre las nubes viajeras de aquel verano ventoso y cruel que puso punto final, al fin, a su existencia tejida de ayeres.




¿Viene o va?

¿Viene o va? La miro de reojo. Cabizbaja, pensativa, la espalda hacia adelante, los pies retraídos, las manos juntas y ocultas, la mirada perdida, la tez pálida... Dejo de mirarla, no quiero parecer indiscreto. Observo a mi izquierda las luces de algunos turismos y otros autobuses. Me parece ver quieto en un semáforo a alguien conocido. Pero no, no era. Mi curiosidad regresa al interior y carraspeo. Con el rabillo del ojo intento de nuevo observarla. Quizás su gesto ha cambiado. Pero me sorprende descubrir el asiento vacío. Me sale un chasquido de fastidio. ¿Iba o venía?
Es tarde. Me he quedado vacío, en la última parada. Mañana volverá la vida a entrar y salir por mis puertas. A ir y venir, quizás volver o a desaparecer para siempre.


Amanecer en la playa

Una de esas visitas inaplazables para las que no hace falta sacar una entrada, ni pedir cita, ni anotar en la agenda, ni contratar un guía. Andar plácidamente por la orilla de la playa cuando aún puedes avistar estrellas y planetas como puntos luminosos y ver alzarse el telón celeste sobre la línea del horizonte. Y bajo el escenario, elevándose majestuosamente al actor de actores, el gran astro rey, que con gesto solemne nos advierte de lo bello que es vivir. De lo que bello que es soñar.


Esclavo

Nació esclavo. Le fue fácil. No conocía otro modo de vivir. 

Fuera de los límites de su esclavitud no conocía nada. Las figuras que se paseaban por las paredes eran sombras sin ningún volumen, eran como el humo, inaprensibles. Por eso, cuando soltaron sus grilletes se quedó quieto. 

Cuando le animaron a andar fuera de la oscuridad de su hábitat, retrocedía. No escuchar los grilletes con cada paso que daba le asustaba. 

Las líneas que marcaba la luz del sol en el suelo se le antojaban un muro infranqueable. La falta de libertad se había integrado en su piel de tal forma que le dolían los ojos, se le agrietaban los labios. Pero no había escapatoria, sería libre, aunque ese estado para él se pareciera mucho a la muerte.


miércoles, 31 de agosto de 2016

Persistencia

Fue allí donde le conoció. El sol resplandecía sobre su piel sentado en aquella silla elevada de madera, escudriñando el mar presto a intervenir.

Ella siempre extendía su toalla detrás de él. Le fascinaba su figura perfilándose en el cielo azul. 

Cuando bajaba raudo para lanzarse contra las olas y regresaba arrastrando a algún bañista, no perdía detalle de su anatomía, de cómo la luz destellaba sobre su cuerpo mojado, de su sonrisa cuando le agradecían su intervención y sobre todo, de cómo andaba sobre la arena cabizbajo y subía los cuatro escalones de la silla con una cadencia tántrica.

Fijó durante tanto tiempo su mirada en él, sentado como un Neptuno todopoderoso, que su figura se le quedó grabada en la retina. 

Pasaron años y vida hasta que tuvo la oportunidad de ir al mismo lugar. La silla de madera resistía maltrecha a los envites del tiempo. Anochecía. Se sentó sobre la arena húmeda, miró al lugar donde él solía otear la lejanía y rescató la imagen de su memoria. Visualizó hasta el último detalle. Le pareció que él se giraba a mirarla y que le sonreía señalándole el horizonte. Entonces ella le devolvió la sonrisa y suspiró profundamente mientras ahogaba sus recuerdos en el mar.

Persistencia - fotografía retocada
(la tomé este domingo en la playa cuando apenas había luz. Aunque no lo parezca, a izquierda, derecha y detrás de mí había una gran actividad: gente paseando por la orilla con los zapatos en la mano, algún que otro niño que se escapaba para darse el último chapuzón, música, copas, tumbonas bajo las sombrillas de paja. Esa es la magia de la fotografía, que puede separar universos dentro de universos de forma quirúrgica)


martes, 30 de agosto de 2016

Al sol

Se ha perdido el placer de sentarse a esperar el sol del atardecer resbalar por nuestro cuerpo serrano, sin más, sin móviles, ordenadores, periódicos... Solo esperar la caricia del crepúsculo. Lo de la compañía es otro cantar jajaja



Despreciada

La crueldad de algunos seres resulta preocupante como poco. Hace años una mujer me comentaba que conoció en su pueblo a un matrimonio, que trajo al mundo a una niña cuando ninguno de ambos lo deseaba. Descargaron toda su frustración en su hija, poniéndole el nombre de Despreciada.



Uniformado

El niño había quedado a las cinco de la tarde para jugar a la guerra con sus amigos. Se quedó esperando, agazapado tras un árbol. Lo que no esperaba es verse vencido por un enemigo superior a un ejército: el sueño.



domingo, 28 de agosto de 2016

Hastío

Vuelve a casa en autobús. El día de trabajo ha sido agotador. Uno más. Las luces nocturnas titilan en los ventanales acristalados, cubiertos de huellas de manos sudorosas, de frentes que se apoyan para contemplar el mundo en movimiento. Como hace él ahora hasta que en cada parada el corazón se detiene un segundo y suspira. 


Cada día piensa que no puede seguir adelante, que ese será el último que aguante. Le brillan los ojos cuando alguien le devuelve la mirada. Pero es un espejismo. Sigue sentado, soportando el traqueteo de los baches, y como tantos otros apoya la nariz y la frente en el cristal y aprieta los dientes hasta que escucha el crujido del hastío.


Bervered el Taciturno

Bervered se enfrentaba a diario al mismo dilema: hablar o callar. Y siempre vencía el silencio. Su extraordinaria capacidad de observación le había aconsejado mantenerse al margen de las discusiones. Lo que le había ocasionado muchas incomodidades y más de una frustración. Pero le pareció que al sacar cuentas su saldo solía ser positivo. Así le pusieron el mote de Taciturno, que ganó al de Tonto, Bulto, Estiércol entre otros no menos gratificantes. 

Quizás su mirada amistosa animó a la gente a no ser cruel con él. 

Así, Bervered el Taciturno, un buen día decidió intervenir en las conversaciones y sus vecinos se sorprendieron. Sus razonamientos eran tan perfectos, tan prácticos, tan inteligentes que a muchos les molestó. Les ponía en evidencia públicamente su sospechosa sabiduría surgida de la "nada". Y empezaron a sustituir, con sutileza pero amablemente, el apodo de Taciturno, por el de Bocazas.



Escondido

No conoce mano amiga. Los palos han quebrado su confianza. Vive aterrorizado. Comiendo, durmiendo, respirando a hurtadillas. Se le cae la piel a pedazos, se queja de varias heridas. Se refugia en casas derruidas, abandonadas, en solares, oculto entre la basura. Pero esta noche ha soñado con fuego, con el olor de las quemaduras, y se ha metido en la acequia, con el agua hasta el hocico, tiritando de pánico hasta el agotamiento, hasta que sus ojos de viejo cachorro han caído derrotados. Y la oscuridad, lentamente, se ha poblado de luces, de diminutas estrellas de colores que le arropan con dulzura en una mortaja de caricias y susurros, en un fragante paño de lágrimas calientes.



Retirado

Cae el aceite, la grasa licuada por su piel metálica. Se derraman cientos de años, como un puñado de minutos, sobre el fuselaje agrietado. Los relés colapsan, las conexiones fallan, una chispa, una simple pavesa electrónica se pasea insegura por los circuitos. 
Un parpadeo de estupor, el sentimiento..., sí, de estar perdido en un entorno hostil, de ser un elemento prescindible, molesto. 

Gotea el tiempo en su cabeza y hunde la barbilla en el pecho. 

Sabe que ha llegado su hora. Nadie le acompaña, nadie tiene que guiar sus últimos pasos hasta la trituradora. Al menos le queda el orgullo de haber sido útil. Lo máximo y único que se le exige a alguien como él. 


En una ocasión creyó haber tenido un sueño. Pero se esfumó como la niebla. 

Mientras camina, mira atrás un instante. Sigue solo. 

Las articulaciones de sus dedos chirrían levemente y se fija en que sus pasos no dejan ningún rastro, ninguna huella, y fantasea sobre un lugar en el que hay otros como él, en el que se rozan sin motivo, en el que se queden mirando un amanecer tras otro sentados juntos, sintiéndose acompañados, parte de algo más grande que todos ellos.

Sigue las luces de aviso del suelo, y algo parecido a la tristeza le rasga la garganta. Mientras, observa su sombra flamear sobre los muros, que le conducen hasta su propia aniquilación.



Desde el balcón

Perdió lo más importante. 

Al resto lo ve distante, insignificante. Les habla con indiferencia, sin interés. Les quiere como quien quiere sin querer. Apenas le afecta sus muertes, sus ausencias. Realmente, le da todo igual, porque el mundo y la vida no le importan mucho, ni poco. En realidad, no le importa nada.


La meditación

La meditación es su refugio. Abstraerse de los problemas cotidianos y sumergirse en un entorno imaginario donde su cuerpo no pesa o no existe, donde su pensamiento es solamente luz y nada percibe a su alrededor que no esté impregnado de belleza, que no esté saciado de amor. Así será hasta el siguiendo despertar, así, hasta que vuelva a nacer.



viernes, 26 de agosto de 2016

Las gaviotas

Las dos gaviotas se posaron sobre las chimeneas como si las poseyeran. Las vi tranquilas, pensativas, observando, con la brisa removiéndoles levemente el plumaje. Me sentí por un momento una de ellas, apoyado en el balcón expectante, mirando la línea del horizonte, esa que forman un combinado de tejados, antenas, ropa tendida y las montañas añil a lo lejos, diluyéndose en la distancia. Una giró el cuello para mirarme unos segundos. Imaginé que me decía: "¿No es hermoso?" Volví a quedarme prendado de la luz que arropaba todas las cosas y pensé: "Sí, lo es".



Descubierto

Tenía un don, que otra cosa podía ser si no. Paseaba por las calles atestadas de gente y nadie le veía. Pasaba inadvertido. Probó suerte un día y a alguien que venía de frente le comenzó a decir: "Disculpe, podría decirm..." pero pasó de largo como si tal cosa.

Podía danzar en la plaza del ayuntamiento, dar volteretas en las calles tras la lluvia, cantar a voz en grito, patalear, coger helados, fruta y comérselos delante del dependiente... y no pasaba nada. Era invisible para los demás. Pero un día... Un día se despertó con el cuerpo raro. Se sacudió las ramitas y las hojas anaranjadas, saludó a la ardilla que dormía en su árbol, se refrescó la cara con el rocío del césped, se desperezó aullando como cada mañana y un niño surgió de la nada y se le quedó mirando.

Le impresionó tanto que retrocedió alarmado. Enseguida le fue rodeando un tumulto de gente en silencio, mirándolo con los ojos muy abiertos.

Sintió miedo. De repente, tomó consciencia de su desnudez. Pero también de que sentía frío, sed y hambre, dolor en las articulaciones, en el pecho, de que una angustia vital se apoderaba de él. La certeza de seguridad se había esfumado, la felicidad, la paz interior ¡desaparecidas!. La muchedumbre aumentaba a su alrededor y cerraba más y más el círculo hasta que cayó de rodillas, llorando, abrazándose a sí mismo aterrorizado, confuso. Y se dio cuenta de que estaba experimentando la peor de las situaciones: Había sido... descubierto.


La Albufera de Valencia

Cambios estelares, 
tormentas de fuego, 
hielo azul, 
espadas verdemar al viento, 
senderos de caldera y misterio, 
reflejos de plata, 
magma ondulando, 
flotas aladas de luceros, 
palmípedos de lluvia y nácar, 
flechas doradas en el pecho, 
estelas en el agua, 
barcas en bata de cola,
refugio, ensueño, esencia, 
almas sonámbulas y olvidadas, 
algodones furiosos destilando nostalgia, 
brisa de lágrimas, 
chillidos juguetones en el cielo...

La Albufera.

De Valencia.



De copas


Todo el mundo lo sabía, por eso el bar nunca pasaba de moda. Estaba en el conocimiento de cualquiera, que en ese antro no todo el que entraba salía. Ni necesariamente, todo el que salía de él había entrado.



El destierro del gigante

Era un pueblo atípico. Vivían en paz y armonía criando ganado, cultivando la tierra. Creían que los dioses les protegían de las continuas guerras. Solo una cosa les inquietaba: un gigante vivía pacíficamente junto al pueblo. 

Ya estaba allí antes de que el valiente primer aldeano se atreviera a levantar su cabaña en el valle. Ahora en la aldea convivían 932 almas, y el gigante sobraba. En asamblea plenaria decidieron expulsarlo. El gigante, a regañadientes, cogió sus bártulos y se marchó. Los aldeanos celebraron con un gran festejo el destierro del coloso. 

A la semana siguiente, decenas de mercenarios incendiaron la aldea, violaron y mataron hasta que solo quedó un montón de cenizas humeantes.


Estampida

Ocurrió la noche más negra que había visto jamás. El cielo era como petróleo que caía a goterones sobre la ciudad y le resbalaba por los hombros hasta las manos. Se las miro perplejo. No era petróleo. Era sangre.

Volvió a taponar la herida del estómago y se arrastró hasta una placita sin luz.

Se sentó apoyándose en una jacaranda resoplando de dolor.

No debió ir. No debió amenazar de nuevo a su mujer con matarla. 
¡No lo decía en serio! Sus hijos llorando... joder, no quería hacerles llorar. Le sorprendió que ella sacara un arma. 

Bueno, este era el final. Gritó de impotencia. Una estampida de palomas batió el aire y sus aleteos le parecieron estrellas que morían ahogadas en petróleo. 

Como él.



jueves, 25 de agosto de 2016

El viajero del tiempo

Para él el tiempo era como el barro. Podía modelarlo, podía suprimir pedazos, días, años. Podía manchar sus manos de minutos oxidados. Podía añadir un siglo a otro y aplastarlos, unir puntas, nodos, pespuntear sus límites, coser las mañanas del pleistoceno a las tardes del medievo. Y estar allí, en todas partes. 

Harto de vivir amores sin amor y amar sin razones, su corazón se endureció a golpe de viaje y desarraigo. Hasta que tomó una lúcida decisión. Haría un viaje iniciático al Big Bang.



Nacidos de la tierra

Somos 
una nueva generación.
Una generación 
nacida de la tierra.
Nuestras raíces
se hunden profundas
en las entrañas del mundo.

Somos 
la esencia que te anima,
los sueños que sueñas,
el anhelo que esperas.
Una generación
sin precedentes,
sin lastres,
sin culpas 
ni remordimientos.

Y en nuestras manos
omnipotentes,
palpita el germen del futuro,
las semillas 
de la vida que vendrá.


Sin aliento


El muy gilipollas tenía razón. La vida es un sinsentido. Nos la pasamos creyendo que vamos a alguna parte, convencidos de que lo hacemos acompañados, y cuando menos te lo esperas te ves solo en medio de la nada.

Sin embargo, yo sí estoy convencido de que tengo un destino, y de que ella era mi compañera. Por eso no podía dejar que éste idiota se la llevara impunemente. 

Ella ya no existe. Sus maletas se quedaron abiertas y su ropa tirada por la habitación, como las perlas de su collar, como su cuerpo. 

Quizás si las esparzo por el jardín, sus cenizas hagan que los geranios crezcan con su cara de ángel.

Él huyó en su coche como un conejo asustado que acabaría suplicando por su insignificante existencia.

Pero mi destino quizá sea éste: en un cruce de un camino sin nombre, con una beretta en la mano, dibujándole en la frente el punto final a un papanatas carente del coraje para asumir la verdad de su propio discurso.


Los cuatro amigos

Eran cuatro amigos.  Amigos de travesuras, de juegos, de aventuras.

Una tarde anaranjada y malva en la que los débiles rayos de luz curioseaban con sus deditos amarillos entre los zarcillos y las amapolas, los cuatro se pusieron a jugar al escondite en pleno campo. Uno se escondió tras un gran y negro pedrusco, otro tras un alcornoque, y el más pequeño corrió a ocultarse entre la maleza salvaje que le cubría tres palmos. El cuarto, tras contar hasta diez, le vio y dio el aviso.

El pequeño, descubierto, salió riendo con fastidio, pero la risa se le heló en la cara cuando sus amigos, gritaron aterrorizados. "¡¡Arañas!!" El niño estaba cubierto por cientos de arañas que le envolvían como una manta. Con movimientos convulsos intentaba sin éxito sacárselas de encima. Gritaba enloquecido pidiendo ayuda a sus amigos. Pero sus amigos corrieron como liebres y volvieron trayendo a tirones a la madre.


La luna llena ya iluminaba la camiseta blanca del niño que yacía acurrucado en una zanja. De las arañas no había ni rastro. Solo se acercó la madre asustada y le animó a reaccionar cogiéndolo del brazo con ternura. "Pedro, Pedro" Pedrito se levantó despacio, muy serio y cabizbajo, y así siguió todo el camino de vuelta. Los amigos, tres pasos atrás, respetaron con su silencio el de Pedro. Al llegar al portal de su casa, levantaron sus manos para despedirse de él pero no llegaron a pronunciar palabra. Pedro se había girado, con la mirada torva, con la expresión vacía, y les escupió a los pies. "¡Pedro!", le recriminó la madre.



Los tres fueron conscientes de que al que habían encontrado en el campo, envuelto como un ovillo, ya no era su amigo. Era..., otra cosa. Ni siquiera un niño, como ellos. Pedro se había extraviado, quizá secuestrado por la caterva de arañas que le cubrieron el alma con sus peludas patitas y lo arrastraron allá donde las personas nunca miran. Pero también sintieron un fuerte dolor en el pecho por no haber  auxiliado a su amigo y dejarlo sólo, por haber traicionado su amistad y, como alquimistas involuntarios, transmutarla en el odio que vieron brillar en sus ojos. Un odio tan puro y fuerte como la tela de una araña.