Se tomó tiempo en comprender dónde estaba, en intentar mover los dedos de las manos y los pies, pero no le obedecían.
Comenzar a respirar le hacía daño y al hacerlo emitía un prolongado gemido.
Estaba aprisionado entre dos paredes. La que se levantaba frente a él, que simulaba grandes piedras macizas, se había desmoronado en parte y sintió frío.
No recordaba nada. Pero al cabo de unas horas, súbitas imágenes invadían su memoria. ¡Él era el faraón! y su sumo sacerdote le había condenado al olvido.
Removió agónicamente el cuerpo hasta liberarse y cayó al suelo. Observó el recinto. Un pasillo frente a él estaba abierto y se arrastró hasta la salida. Unos ruidos inimaginables le inundaron los oídos. Afuera, rugían demonios, bestias que le sobrecogían de miedo. Se puso en pie y comenzó a andar arrastrando la poca carne que aún quedaba pegada a los huesos. La fuerza del sol le cegó y un griterío creció a su alrededor mientras los turistas disparaban sin cesar sus cámaras frente al Templo de Debod en Madrid.
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