Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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domingo, 10 de junio de 2018

La Feria

La Feria y sus feriantes, nubes de azúcar, globos de colores, la noria, casetas de tiro, patitos amarillos, tiro al peluche, grúas, si no un pito una pelota, carreras y llamadas, empujones, besos furtivos, manoseos en lo oscuro, bofetadas en lo claro, yo me quedo, ¿por qué te vas?, acompáñame, solo un poco, ahí no subo, yo no quiero, tú primero, subir, bajar, sustos y miedo, vómitos y mareos, música estridente, canciones desgastadas, pachanga sin sentido, miradas a la luna, un niño calla y otro estate quieto, no hagas eso, muévete, no quiero que te enfades, ni que me marees, ni que me mientas, ni que te vayas, la bruja de la bola, la caseta de la cíngara, el tiovivo, la rifa, tierra de polvo y boletos rotos, barro pisoteado, el barco balancín, focos locos, la montaña rusa, no le encuentro, ahí está, me lo has prometido, aceite refrito, castañas, chocolate, maíz, disfraces, tatuajes de quita y pon, maquillaje rojo, no quiero volver a verte, si me dejas me mato, el palacio de los espejos, el látigo, el tobogán, el gran dragón, linternas, piruletas, manzanas de caramelo, llamaré a mi abogado, aunque me odies, yo te amo, el tren de la bruja, la casa del terror, griterío, risas de niños, ¿entonces me quieres?, no lo creo no es respuesta, chillidos adolescentes, lágrimas, bebés dormidos en su carrito, coches de choque, purumoro, bastones, chispas y centellas, estrellitas pintadas, vagones, si lo sé no vengo, ya basta, no lo aguanto, ni ella es tu madre ni yo tu padre, mírame a los ojos, odio a mi hermano, ojalá no hubieras nacido, montaña rusa, sirenas de locura y guirnaldas, vértigo, carreras, sentadillas, el pulpo, el sparring de boxeo, la maza, tartas, pasteles, buñuelos, fotos movidas, sombreros viejos, recuerdos, creí que te había perdido, no lo vuelvas a hacer, ésta es la última vez que te perdono, búscame entre Venus y Mercurio, estoy quemado, te compré un anillo, no lo quiero, tómbolas, muñecas y ositos, ranas gigantes, adivinos, caballitos, monstruos y payasos, espérame un momento que me meo, escopetas trucadas, quiero volver a casa, no digas tonterías, no tenemos casa, soldaditos de plomo, juguetes, caballitos de madera, helados, palomitas, molinillos de viento, adioses de luna nueva, te lo ruego..., no te vayas...


Dime la verdad - ilustración digital

Cinco cigarrillos

Receso - 29,7x21cm - pastel blanco sobre papel negro
(inspirado en una escena de la serie Homeland)
Había dejado de fumar hacía muchos años. Sin embargo, cuando Antonio tomó la decisión, reservó un paquete de cartón con cinco cigarrillos. Uno por cada persona que le importaba en el mundo.

Cuando uno de ellos fallecía, buscaba el momento y lugar adecuado, y se fumaba el cigarrillo como un ritual en el que cada calada se proponía despertar uno de los momentos que le unieron al ausente. Entrecerraba los ojos, entretenía el humo en la boca antes de jalarlo a los pulmones y lo mantenía en ellos por unos segundos, hasta que el picor le forzaba a expulsarlo junto con los recuerdos que se deshilaban como espuma de azúcar en la penumbra.

En aquella espléndida noche de media luna, le llegó el turno al último cigarrillo. Y en esta ocasión no le embargaba el dolor, o la pena, no había congoja ni lágrimas vergonzosas tiritando en los ojos.

Esa noche se subió a la terraza del edificio para mirar cara a cara a las estrellas. Envuelto por las sombras, sacó el solitario cigarrillo con la parsimonia de una ofrenda. Ese cigarro estaba destinado a él mismo, en la antesala de su muerte. Ya no le quedaba nadie que le importara. Así que, lo encendió, lo chupó con intensidad hasta que le salió humo por las orejas, arrancó a toser, y cuando se calmó miró la boquilla que le señalaba el camino del fin. Se acercó al pretil de la terraza y miró hacia abajo, al abismo. Veinte pisos le separaban de los otros cuatro homenajeados.

Tenía una pierna levantada y el pie apoyado en el muro, cuando se abrió la puerta metálica del terrado y un haz de luz le iluminó dejándole expuesto. Una mujer despampanante surgió de ese resplandor. Con un barreño de ropa apoyado en la cadera, se dirigió al tendedero más cercano a Antonio, se agachó dejando la lavada en el suelo, se incorporó y vio a Antonio mirándola con la boca abierta. Ella le sonrió y le dijo con cierto coqueteo:

-Buenas noches.

Antonio recogió con discreción su pierna encaramada, se ajustó el cuello de la camisa y le dedicó a aquella desconocida su mejor sonrisa.

El cigarrillo se había consumido, la decisión estaba tomada y solo quedaba ejecutarla.

Pero no sería hoy.


Huérfanos

Pronto perdieron Abel y Sofía a sus padres.

Apenas contaba Sofía con seis años y Abel siete cuando quedaron huérfanos bajo la custodia y guarda de su tío Arturo y de Adela, su mujer.

El día en que la asistenta social les comunicó el fatal acontecimiento, Abel maduró de repente, como si le hubieran golpeado con un palo en la cabeza y despertara a otra realidad. A una cruel y sin color.

Sofía tardó algo más en reaccionar, pero cuando lo hizo, no paró de llorar durante meses con la mirada perdida. Buscaba siempre la compañía de su hermano, y le cogía de la ropa para que nunca la dejara sola, o le agarraba la mano con dedos temblorosos, sin perder la esperanza de que no fuera cierto y que realmente sus padres no estuvieran muertos, y que alguna de sus aterradoras noches, oculta bajo las sábanas, apareciera de pronto el rostro de su madre sonriéndole y la protegiera con un fuerte abrazo que no acabara jamás.

Abel adoptó el papel de padre y madre a un tiempo queriendo cubrir el enorme vacío que sus padres les había dejado, engañándose a sí mismo diciéndose que no importaba, que no los necesitaba, que era lo bastante fuerte para cuidar de los dos contra todo y contra todos.

Con la constante ausencia de su tio y el desapego de su tía Adela, dolida por su imposibilidad de concebir un hijo propio, crecieron los hermanos.

Abel se propuso aprender, absorber cuanto sus capacidades dieran de sí para conseguir algún día salir de aquella casa sin amor, llevarse a su hermana lejos y vivir por sus propios medios.

Supo convencer a Sofía de que debía mantenerse fuerte y permanecer las horas de clase separados sin que sufriera ataques de pánico. Entretanto, él se las arreglaba para mantenerse firme frente a los grupitos de niños más violentos. Un par de enfrentamientos furiosos, de los que sacó un ojo morado y algún que otro corte, bastaron para que consideraran plausible la cobarde idea de ir a por otra víctima más débil.

Abel se sometió a una autodisciplina que le hacía fuerte mental y físicamente, a pesar de haber heredado la endeble corpulencia de su padre, esforzándose en las actividades físicas con una concentración extrema.

Sofía adoraba a su hermano y seguía siempre sus consejos con entusiasmo, buscando su aprobación por cada éxito, por pequeño que fuera, lo cual conseguía siempre de Abel, atento a cualquier aspecto que concerniera a su hermana. Suplía con ello la indiferencia de sus tíos, que se conformaban con que ambos hermanos no les causaran ningún problema.

La adolescencia pasó por ellos sin ruido y alcanzaron la mayoría de edad siempre unidos, hasta que Sofía conoció a Rubén, uno de esos niños pendencieros que en el colegio le bailaban el agua al líder de turno. A pesar de la desaprobación inicial de su hermano, Sofía alimentó de amor la relación con Rubén, lo que supuso para Abel asumir, no sin cierto grado de amargura, aquel distanciamiento inesperado.

Pasaron los años y Sofía y Rubén se casaron tras un tortuoso noviazgo. Al poco, Abel dejó la casa de sus tíos, que ni siquiera disimularon alivio, y visitó a su hermana para despedirse, con la promesa de mantenerla informada de sus andanzas.

Hasta hoy.

Dos años habían transcurrido desde su marcha. Llevaba semanas sin saber nada de Sofía. La frecuencia con la que hablaban se había ido dilatando, sin embargo, en sus últimos contactos notaba en la voz de su hermana matices que le preocuparon.

Bajo la lluvia - ilustración digital
Hoy, llovía a cántaros sobre la lápida de Sofía y él lloraba de rodillas sobre ella. La tormenta se rasgaba la cara y se arrancaba los ojos sobre Abel, y el cielo gritaba truenos y escupía relámpagos arropando su inconsolable dolor.

Aquella tarde no fue a visitar a sus tíos. Sabía dónde encontrar a Rubén y esperó de pie durante horas, apoyado en el muro cercano al bar en el que el asesino de su hermana se divertía.

Ya no llovía y el cartel de neón del bar se encendió, esparciendo una pátina amarillenta sobre el asfalto. Alrededor, olía a orín y a vómito. Las luces de la ciudad empezaban a abrir lentamente los párpados.

La gente que pasaba cerca le miraba de reojo, pero nadie le reconoció con la capucha sobre la cara y las manos en los bolsillos.

Cuando Rubén salió, ya pasaba de medianoche. Y no salió solo. Con signos de embriaguez, se apoyaba en el hombro de una mujer rubia que intentaba zafarse de su peso entre risas. Giraron hasta el solar que hacía las veces de aparcamiento. Al llegar al coche, lo intentó abrir con el mando a distancia, pero no funcionó. Se le comían los demonios mientras intentaba abrir manualmente la puerta, y la rubia estaba tan ocupada lanzándole insultos mezclados con el humo de su cigarrillo, que no vio la sombra acercarse por detrás. Lanzó un grito agudo cuando el desconocido rompió el cristal de la ventanilla con la cabeza de Rubén.

No hizo falta que le dijeran que se fuera. Corrió cayéndose sobre la grava mojada y desapareció a gatas entre los coches.

La cabeza de Rubén se cubrió de sangre completamente. Abel lo tiró de espaldas sobre el capó.

- ¿Quién coj...? -farfulló.

Abel le mostró la cara.

- ¡Abel? ¡Mierda! Fue un accidente, te lo juro, yo no quería... -un fuerte puñetazo en la boca le interrumpió la frase. Varios dientes crujieron y se mezclaron con la sangre y la saliva.

Abel le bajó los pantalones. Rubén, con las manos en la boca, gritó aterrorizado al sentir la navaja seccionándole los genitales y perdió el conocimiento, por lo que no sufrió cuando el hermano de Sofía le sajó los ojos y le cortó la lengua. Su cuerpo inconsciente resbaló hasta caer delante del coche como un saco de patatas.

Abel se fue andando junto a las viejas vías de tren que se perdían en la maleza, como tantas veces hizo en compañía de su hermana. Y precisamente en ese momento, nada deseaba más que caminar de nuevo cogido de su mano.

Caminaba sin pensar en ningún destino concreto, pero sabía que las sirenas que ululaban en la lejanía, le despejarían pronto esa incertidumbre.


El guardián ciego

A Luis le recorrió un escalofrío cuando caía el sol y la oscuridad empezaba a adueñarse de la carretera.

Llevaba las luces cortas desde mucho antes. Se encontraba muy incómodo. Sintió un sudor frío en la frente y respiró hondo aguantando el aire unos segundos en cada bocanada. La tensión aumentó cuando el único coche que venía detrás le hizo un cambio de luces. Sin darse cuenta había levantado demasiado el pie del acelerador y su escasa velocidad se había convertido en problema, incluso en una carretera secundaria tan poco frecuentada como aquella.

A regañadientes aceleró un poco, procurando agarrar bien el volante en las curvas. Fuera, hacía un frío polar y él se moría por un cigarrillo, pero le aterrorizaba que distrajera su atención. Los ojos le escocían y parpadeó varias veces. La carretera se convirtió para él en un túnel oscuro que se hundía en la boca gigantesca de un lobo muerto.

Respiró aliviado al encarar una larga recta y ver que el otro coche le adelantaba con acelerones furiosos, para después desaparecer como una centella. La calma volvió a recorrer las venas de su cuello y suspiró. El accidente que sufrió hacía unos años lo provocó un hombre completamente borracho. Luis estuvo al borde de la muerte: dos piernas rotas, tres costillas y el bazo perforado. Borró su mente de inmediato. No quería recordar. Aquella desgracia le costó el sueño, y los sueños. Nunca volvió a recordarlos. Pero en quince minutos tendría a su novia entre los brazos y podría seguir intentando respirar la vida en su piel.

Concentró su atención en la lucecita lejana de un coche que se aproximaba en la lejanía. Se arrellanó en su asiento y puso la espalda recta buscando relajarse.

Cuando el vehículo estaba a su altura se quedó paralizado viendo cómo, de pronto, dió dos volantazos e invadió su carril deslumbrándole como a un buho.

Al recobrar el conocimiento no notaba su cuerpo. La oscuridad era más profunda de lo que jamás había experimentado. Los ojos le ardían. Consiguió tocarse la cara y notó un líquido espeso resbalando por sus mejillas. Maldijo su vida a voz en grito, con alaridos roncos y amargos. A su mente regresó el rostro del borracho. ¡Mataría al maldito! ¡Al bastardo que le había devuelto al infierno! Sollozó unos minutos retorcido sobre sí mismo. Escuchó el chisporroteo de algo que ardía a pocos metros. Sin ver nada, el odio le dio fuerzas para arrastrarse hacia el origen de un gemido prolongado. ¡Si el cabrón aún no estaba muerto, le estrangularía con sus propias manos!

La escarcha crujía bajo su peso. Llegó hasta el cuerpo yacente, lo agarró del pie con fuerza, y un quejido de mujer le desembotó los oídos. Eso le desconcertó. El objeto de su odio, de pronto se había desvanecido. Se arrastró hasta la altura de su cabeza y ella quiso decir algo, pero solo escupió sangre, y enseguida, silencio.

Luis se dejó caer de espaldas agotado. El hueco de los ojos seguía doliéndole y se los palpó. Tocó cristales clavados en ellos y trató de quitárselos, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar. El dolor le aturdió.

En ese momento escuchó algo diferente. Distinto a sus propios quejidos y a los sonidos del metal ardiendo bajo el fuego. Un llanto, el llanto desconsolado de un bebé. Pero no tenía fuerzas para moverse y desconectó de la realidad unos minutos.

De nuevo el llanto le sobresaltó. El ataque de puro odio le había dejado sin fuerzas. Había tocado fondo. Solo quería estar allí, tumbado, abandonándose, dejándose morir.

Pero el bebé no callaba. Sus lloros se convirtieron en el único vínculo que aún no había roto para dejar este mundo. Tenía que hacerle callar como fuera. Esa idea se fue haciendo grande en su cabeza. Se giró sobre sí mismo, y agarrando puñados de hierba se arrastró rabiosamente hacia el niño.

Al cabo de unas horas alguien se encontró con restos del accidente en la carretera y llamó a emergencias. Aún era noche cerrada cuando un coche de atestados y una ambulancia llegaron al lugar del siniestro. Les sorprendió encontrar solo un cadáver, una mujer joven junto a uno de los vehículos. Recorrieron el entorno con las linternas hasta que un sanitario novato gritó: "¡Aquí!"

Cuatro linternas iluminaron entre unos matorrales. Ahí estaba el cuerpo del otro conductor, sin vida. En posición fetal, con el torso desnudo. El color de su piel se confundía con la escarcha. Rodeaba con sus brazos un fardo hecho con su propia ropa. El novato levantó una manga con cuidado y vieron sorprendidos la carita de un bebé que hizo un mohín con los labios, agarró más fuerte con sus manitas el dedo corazón de Luis y, como si aún estuviera en el vientre de su madre, siguió durmiendo. Y quizás, soñando.


El guardián ciego - ilustración digital



Fernando asqueado

Fernando estaba asqueado. Asqueado de tanto político corrupto, de tanto jefe explotador e incompetente, de tanto abusador, de tanto borracho baboso, de tanto estafador, de tanto currante de pacotilla, de tanto juez prevaricador, de los putos mentirosos, de tanto cabrón sin pizca de empatía por el sufrimiento ajeno, de tanto aprovechado, asqueado de tantos asesinos, violadores, pederastas...
Fernando estaba tan asqueado que no ha podido aguantar en su casa quieto. Gozaba de un permiso de salida de la cárcel de 4 días gracias a la muerte de su padre. Ese cabronazo. Por la mañana acudió al sepelio acompañando a su madre. Más que nada, fue para asegurarse de que lo enterraban. Incluso le pidió a un operario que le dejara echar unas paladas sobre el féretro.
Paseo nocturno
Fernando andaba esa noche solo por la ciudad. Unos amigos le habían conseguido un poco de droga y tabaco de contrabando. Se juró no volver a trabajar cuando saliera de la cárcel. Estaba hasta los mismísimos de fingir que sabía de albañil, de electricista, de fontanero. Harto de hacer chapuza tras chapuza. Cuando a él lo que se le daba de lujo era trapichear, robar, y si no había que zurrar a nadie, mejor.
Esa noche le haría una visita a su ex. Había averiguado dónde se escondía con su nuevo maromo. Le daría un buen susto y después la dejaría tranquila una temporadita, para que se confiara.
Fernando estaba asqueado, asqueado de aguantar a tanto mamón corrupto en el gobierno, pero más asco aún le daban esos tíos prepotentes y forrados de pasta que le restregaban su chulería subidos en esos cochazos de mierda con sus pibas de mierda.
Le dió una patada a la lata de cerveza al acabarla, meó en un seto mientras chupaba el pitillo y miraba de reojo al fondo de la calle. La comisaría parecía poco activa aquella noche. Escupió al suelo y se ajustó la chupa. Esta noche les daría su autógrafo a esos polis que no paraban de tocarle los cojones. ¿Cuánto asco puede aguantar un hombre de verdad antes de reventar?
Fernando estaba muy asqueado, más asqueado que nunca, aquella puta noche.