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domingo, 10 de junio de 2018

Huérfanos

Pronto perdieron Abel y Sofía a sus padres.

Apenas contaba Sofía con seis años y Abel siete cuando quedaron huérfanos bajo la custodia y guarda de su tío Arturo y de Adela, su mujer.

El día en que la asistenta social les comunicó el fatal acontecimiento, Abel maduró de repente, como si le hubieran golpeado con un palo en la cabeza y despertara a otra realidad. A una cruel y sin color.

Sofía tardó algo más en reaccionar, pero cuando lo hizo, no paró de llorar durante meses con la mirada perdida. Buscaba siempre la compañía de su hermano, y le cogía de la ropa para que nunca la dejara sola, o le agarraba la mano con dedos temblorosos, sin perder la esperanza de que no fuera cierto y que realmente sus padres no estuvieran muertos, y que alguna de sus aterradoras noches, oculta bajo las sábanas, apareciera de pronto el rostro de su madre sonriéndole y la protegiera con un fuerte abrazo que no acabara jamás.

Abel adoptó el papel de padre y madre a un tiempo queriendo cubrir el enorme vacío que sus padres les había dejado, engañándose a sí mismo diciéndose que no importaba, que no los necesitaba, que era lo bastante fuerte para cuidar de los dos contra todo y contra todos.

Con la constante ausencia de su tio y el desapego de su tía Adela, dolida por su imposibilidad de concebir un hijo propio, crecieron los hermanos.

Abel se propuso aprender, absorber cuanto sus capacidades dieran de sí para conseguir algún día salir de aquella casa sin amor, llevarse a su hermana lejos y vivir por sus propios medios.

Supo convencer a Sofía de que debía mantenerse fuerte y permanecer las horas de clase separados sin que sufriera ataques de pánico. Entretanto, él se las arreglaba para mantenerse firme frente a los grupitos de niños más violentos. Un par de enfrentamientos furiosos, de los que sacó un ojo morado y algún que otro corte, bastaron para que consideraran plausible la cobarde idea de ir a por otra víctima más débil.

Abel se sometió a una autodisciplina que le hacía fuerte mental y físicamente, a pesar de haber heredado la endeble corpulencia de su padre, esforzándose en las actividades físicas con una concentración extrema.

Sofía adoraba a su hermano y seguía siempre sus consejos con entusiasmo, buscando su aprobación por cada éxito, por pequeño que fuera, lo cual conseguía siempre de Abel, atento a cualquier aspecto que concerniera a su hermana. Suplía con ello la indiferencia de sus tíos, que se conformaban con que ambos hermanos no les causaran ningún problema.

La adolescencia pasó por ellos sin ruido y alcanzaron la mayoría de edad siempre unidos, hasta que Sofía conoció a Rubén, uno de esos niños pendencieros que en el colegio le bailaban el agua al líder de turno. A pesar de la desaprobación inicial de su hermano, Sofía alimentó de amor la relación con Rubén, lo que supuso para Abel asumir, no sin cierto grado de amargura, aquel distanciamiento inesperado.

Pasaron los años y Sofía y Rubén se casaron tras un tortuoso noviazgo. Al poco, Abel dejó la casa de sus tíos, que ni siquiera disimularon alivio, y visitó a su hermana para despedirse, con la promesa de mantenerla informada de sus andanzas.

Hasta hoy.

Dos años habían transcurrido desde su marcha. Llevaba semanas sin saber nada de Sofía. La frecuencia con la que hablaban se había ido dilatando, sin embargo, en sus últimos contactos notaba en la voz de su hermana matices que le preocuparon.

Bajo la lluvia - ilustración digital
Hoy, llovía a cántaros sobre la lápida de Sofía y él lloraba de rodillas sobre ella. La tormenta se rasgaba la cara y se arrancaba los ojos sobre Abel, y el cielo gritaba truenos y escupía relámpagos arropando su inconsolable dolor.

Aquella tarde no fue a visitar a sus tíos. Sabía dónde encontrar a Rubén y esperó de pie durante horas, apoyado en el muro cercano al bar en el que el asesino de su hermana se divertía.

Ya no llovía y el cartel de neón del bar se encendió, esparciendo una pátina amarillenta sobre el asfalto. Alrededor, olía a orín y a vómito. Las luces de la ciudad empezaban a abrir lentamente los párpados.

La gente que pasaba cerca le miraba de reojo, pero nadie le reconoció con la capucha sobre la cara y las manos en los bolsillos.

Cuando Rubén salió, ya pasaba de medianoche. Y no salió solo. Con signos de embriaguez, se apoyaba en el hombro de una mujer rubia que intentaba zafarse de su peso entre risas. Giraron hasta el solar que hacía las veces de aparcamiento. Al llegar al coche, lo intentó abrir con el mando a distancia, pero no funcionó. Se le comían los demonios mientras intentaba abrir manualmente la puerta, y la rubia estaba tan ocupada lanzándole insultos mezclados con el humo de su cigarrillo, que no vio la sombra acercarse por detrás. Lanzó un grito agudo cuando el desconocido rompió el cristal de la ventanilla con la cabeza de Rubén.

No hizo falta que le dijeran que se fuera. Corrió cayéndose sobre la grava mojada y desapareció a gatas entre los coches.

La cabeza de Rubén se cubrió de sangre completamente. Abel lo tiró de espaldas sobre el capó.

- ¿Quién coj...? -farfulló.

Abel le mostró la cara.

- ¡Abel? ¡Mierda! Fue un accidente, te lo juro, yo no quería... -un fuerte puñetazo en la boca le interrumpió la frase. Varios dientes crujieron y se mezclaron con la sangre y la saliva.

Abel le bajó los pantalones. Rubén, con las manos en la boca, gritó aterrorizado al sentir la navaja seccionándole los genitales y perdió el conocimiento, por lo que no sufrió cuando el hermano de Sofía le sajó los ojos y le cortó la lengua. Su cuerpo inconsciente resbaló hasta caer delante del coche como un saco de patatas.

Abel se fue andando junto a las viejas vías de tren que se perdían en la maleza, como tantas veces hizo en compañía de su hermana. Y precisamente en ese momento, nada deseaba más que caminar de nuevo cogido de su mano.

Caminaba sin pensar en ningún destino concreto, pero sabía que las sirenas que ululaban en la lejanía, le despejarían pronto esa incertidumbre.


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