Receso - 29,7x21cm - pastel blanco sobre papel negro (inspirado en una escena de la serie Homeland) |
Cuando uno de ellos fallecía, buscaba el momento y lugar adecuado, y se fumaba el cigarrillo como un ritual en el que cada calada se proponía despertar uno de los momentos que le unieron al ausente. Entrecerraba los ojos, entretenía el humo en la boca antes de jalarlo a los pulmones y lo mantenía en ellos por unos segundos, hasta que el picor le forzaba a expulsarlo junto con los recuerdos que se deshilaban como espuma de azúcar en la penumbra.
En aquella espléndida noche de media luna, le llegó el turno al último cigarrillo. Y en esta ocasión no le embargaba el dolor, o la pena, no había congoja ni lágrimas vergonzosas tiritando en los ojos.
Esa noche se subió a la terraza del edificio para mirar cara a cara a las estrellas. Envuelto por las sombras, sacó el solitario cigarrillo con la parsimonia de una ofrenda. Ese cigarro estaba destinado a él mismo, en la antesala de su muerte. Ya no le quedaba nadie que le importara. Así que, lo encendió, lo chupó con intensidad hasta que le salió humo por las orejas, arrancó a toser, y cuando se calmó miró la boquilla que le señalaba el camino del fin. Se acercó al pretil de la terraza y miró hacia abajo, al abismo. Veinte pisos le separaban de los otros cuatro homenajeados.
Tenía una pierna levantada y el pie apoyado en el muro, cuando se abrió la puerta metálica del terrado y un haz de luz le iluminó dejándole expuesto. Una mujer despampanante surgió de ese resplandor. Con un barreño de ropa apoyado en la cadera, se dirigió al tendedero más cercano a Antonio, se agachó dejando la lavada en el suelo, se incorporó y vio a Antonio mirándola con la boca abierta. Ella le sonrió y le dijo con cierto coqueteo:
-Buenas noches.
Antonio recogió con discreción su pierna encaramada, se ajustó el cuello de la camisa y le dedicó a aquella desconocida su mejor sonrisa.
El cigarrillo se había consumido, la decisión estaba tomada y solo quedaba ejecutarla.
Pero no sería hoy.
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