Llevaba las luces cortas desde mucho antes. Se encontraba muy incómodo. Sintió un sudor frío en la frente y respiró hondo aguantando el aire unos segundos en cada bocanada. La tensión aumentó cuando el único coche que venía detrás le hizo un cambio de luces. Sin darse cuenta había levantado demasiado el pie del acelerador y su escasa velocidad se había convertido en problema, incluso en una carretera secundaria tan poco frecuentada como aquella.
A regañadientes aceleró un poco, procurando agarrar bien el volante en las curvas. Fuera, hacía un frío polar y él se moría por un cigarrillo, pero le aterrorizaba que distrajera su atención. Los ojos le escocían y parpadeó varias veces. La carretera se convirtió para él en un túnel oscuro que se hundía en la boca gigantesca de un lobo muerto.
Respiró aliviado al encarar una larga recta y ver que el otro coche le adelantaba con acelerones furiosos, para después desaparecer como una centella. La calma volvió a recorrer las venas de su cuello y suspiró. El accidente que sufrió hacía unos años lo provocó un hombre completamente borracho. Luis estuvo al borde de la muerte: dos piernas rotas, tres costillas y el bazo perforado. Borró su mente de inmediato. No quería recordar. Aquella desgracia le costó el sueño, y los sueños. Nunca volvió a recordarlos. Pero en quince minutos tendría a su novia entre los brazos y podría seguir intentando respirar la vida en su piel.
Concentró su atención en la lucecita lejana de un coche que se aproximaba en la lejanía. Se arrellanó en su asiento y puso la espalda recta buscando relajarse.
Cuando el vehículo estaba a su altura se quedó paralizado viendo cómo, de pronto, dió dos volantazos e invadió su carril deslumbrándole como a un buho.
Al recobrar el conocimiento no notaba su cuerpo. La oscuridad era más profunda de lo que jamás había experimentado. Los ojos le ardían. Consiguió tocarse la cara y notó un líquido espeso resbalando por sus mejillas. Maldijo su vida a voz en grito, con alaridos roncos y amargos. A su mente regresó el rostro del borracho. ¡Mataría al maldito! ¡Al bastardo que le había devuelto al infierno! Sollozó unos minutos retorcido sobre sí mismo. Escuchó el chisporroteo de algo que ardía a pocos metros. Sin ver nada, el odio le dio fuerzas para arrastrarse hacia el origen de un gemido prolongado. ¡Si el cabrón aún no estaba muerto, le estrangularía con sus propias manos!
La escarcha crujía bajo su peso. Llegó hasta el cuerpo yacente, lo agarró del pie con fuerza, y un quejido de mujer le desembotó los oídos. Eso le desconcertó. El objeto de su odio, de pronto se había desvanecido. Se arrastró hasta la altura de su cabeza y ella quiso decir algo, pero solo escupió sangre, y enseguida, silencio.
Luis se dejó caer de espaldas agotado. El hueco de los ojos seguía doliéndole y se los palpó. Tocó cristales clavados en ellos y trató de quitárselos, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar. El dolor le aturdió.
En ese momento escuchó algo diferente. Distinto a sus propios quejidos y a los sonidos del metal ardiendo bajo el fuego. Un llanto, el llanto desconsolado de un bebé. Pero no tenía fuerzas para moverse y desconectó de la realidad unos minutos.
De nuevo el llanto le sobresaltó. El ataque de puro odio le había dejado sin fuerzas. Había tocado fondo. Solo quería estar allí, tumbado, abandonándose, dejándose morir.
Pero el bebé no callaba. Sus lloros se convirtieron en el único vínculo que aún no había roto para dejar este mundo. Tenía que hacerle callar como fuera. Esa idea se fue haciendo grande en su cabeza. Se giró sobre sí mismo, y agarrando puñados de hierba se arrastró rabiosamente hacia el niño.
Al cabo de unas horas alguien se encontró con restos del accidente en la carretera y llamó a emergencias. Aún era noche cerrada cuando un coche de atestados y una ambulancia llegaron al lugar del siniestro. Les sorprendió encontrar solo un cadáver, una mujer joven junto a uno de los vehículos. Recorrieron el entorno con las linternas hasta que un sanitario novato gritó: "¡Aquí!"
Cuatro linternas iluminaron entre unos matorrales. Ahí estaba el cuerpo del otro conductor, sin vida. En posición fetal, con el torso desnudo. El color de su piel se confundía con la escarcha. Rodeaba con sus brazos un fardo hecho con su propia ropa. El novato levantó una manga con cuidado y vieron sorprendidos la carita de un bebé que hizo un mohín con los labios, agarró más fuerte con sus manitas el dedo corazón de Luis y, como si aún estuviera en el vientre de su madre, siguió durmiendo. Y quizás, soñando.
El guardián ciego - ilustración digital |
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