Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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sábado, 3 de marzo de 2018

De paso

De paso-29,7x21cm-Técnica mixta
Los cascos del caballo se hundían en el polvo. Con la gran frente gacha, pendulando la cabeza mecánicamente, sus patas se alternaban por inercia. El jinete, extremadamente delgado, apenas llenaba la ropa. Ocultaba su rostro bajo el sombrero, evitando el fuego que caía del cielo y que le arrancaba la piel del rostro como un huracán las hojas de un libro.

Recorría con su montura la calle mayor de aquel pueblucho arenoso y rojizo. Detrás del polvo y la suciedad de cada cristal adivinaba las miradas curiosas de sus desafortunados habitantes.

Joe mostraba signos de cansancio extremo. Recorría sin descanso pueblos aislados que nacían al amparo de una mina, o vivían de la cría del ganado. Pero como recién nacidos, eran frágiles y se hallaban expuestos a múltiples peligros y muchos de ellos inimaginables.

Junto a la cantina había un abrevadero con una pila de forraje. Acarició el cuello del animal mientras bebía y comía, sin perder detalle de las sombras que iban apareciendo en las esquinas o que se asomaban temerosamente por las ventanas. Oyó un grito de agonía y miró en su dirección bajo el ala del sombrero. Joe ató el caballo al amarradero y entró en la cantina. Todo estaba en silencio. Al acercarse a la barra sólo se oía el tintineo de las espuelas y el crujir de la madera del suelo bajo sus botas.

Se apoyó y el camarero emergió la cabeza de su escondite con mirada de terror.

- ¡Tenga cuidado! -advirtió al recién llegado.- ¡venga, deprisa, escóndase!

Joe le hizo caso y agachados tras la barra preguntó.

-¿Pero qué demonios pasa, amigo?

- Shhhh baje la voz. Exactamente eso es lo que pasa. Un diablo anda suelto por el pueblo. ¡Está masacrando a todo ser vivo que encuentra! -susurró aterrado.

Joe palpó instintivamente la culata de su revólver.

Escucharon un relincho escalofriante y a continuación el silencio. Joe temió por su caballo, tomó aire y se incorporó dispuesto a todo. Miró hacia las puertas batientes. Ahí parado, con los brazos abiertos y a contraluz, vio la silueta de un ser monstruoso. El camarero le apartó violentamente y disparó dos cartuchos sin ninguna puntería cayendo al suelo aterrado.

Joe se revolvió descargando el tambor del revólver con precisión de cirujano. Dos balas directas al corazón, dos al estómago y dos más a la cabeza. El monstruo aún dio tres pasos hacia él antes de caer derrumbado a sus pies. Con pulso templado, recargó la pistola y salió de la cantina. Junto al abrevadero, los restos de su caballo colgaban del porche cubierto de sangre.

De pronto, un hombre alto, vestido con una levita mugrienta y una gran cruz colgando del cuello entró en la cantina y emitió un chillido de rabia y dolor. Agarró del cuello al camarero que aún permanecía en el suelo, anonadado.

- ¿¡Quién ha sido!? ¿quién ha matado a mi criatura? -le preguntó casi sollozando.

El barman señaló hacia la puerta. El hombre de la levita se giró bruscamente soltando saliva de entre sus dientes y los ojos inyectados en sangre. Vislumbró la silueta de Joe, pero la luz de la calle le impidió enfocar el dedo de Joe en el gatillo ni la bala saliendo del cañón. Le reventó el cerebro y cayó de espaldas sobre el monstruo con el que creó una curiosa figura en cruz que emulaba la que descansaba ensangrentada sobre su pecho.

En pocos minutos, varios vecinos se atrevieron a entrar muertos de miedo a la cantina y rodearon los restos del demonio y su dueño. Se quedaron espantados. Alguien vio a Joe alejarse hacia las cuadras cargando con los restos de la silla y las bridas. Nadie le impidió montar un caballo y continuar su camino.

Ya con las últimas luces del atardecer, al trote, Joe se descubrió el brazo izquierdo. El sol tintó de rojo los cortes simétricos que cubrían su antebrazo. Desenfundó su cuchillo y añadió otro corte. Este casi tocó hueso. Chupó su propia sangre y la escupió sobre unos arbustos resecos.

Ya se perdía su figura entre las montañas y las matracas del desierto empezaban a guardar silencio, cuando de entre esos matorrales, comenzaron a brotar desaforadamente cientos de florecillas carmesí que parecían querer escuchar el susurro de las estrellas.










La soledad del agua

RaulTamaritM-La soledad del agua-29,7x21cm
Lápices sobre papel Canson negro
Tenía el lomo deshecho, los brazos con tirones, la espalda crujida, pero había que seguir. Su vida la enfocaba en remar. Remar, cargar, descargar, remar.

Hoy se había levantado con el sol. Mientras se duchaba, su mujer le decía: "Tenemos que hablar". Se aseó y se sentó en la pequeña mesita de la cocina que asomaba a uno de los más antiguos canales de la ciudad.

Mientras sorbía el café, su mujer se sentó frente a él y le miró fijamente. Piero frunció el entrecejo al escucharle decir que quería dejarlo, que no aguantaba la vida que llevaba con él.

Por unos segundos no reaccionó, ¿o fueron minutos?

- ¿Qué dices?

- Que se acabó. Ya no podemos vivir juntos. -la voz de Paula sonaba extrañamente neutra.

- Pero, no lo entiendo. ¿Qué ha pasado?

No obtuvo respuesta.

-Está bien, está bien -repitió nervioso- cuando regrese del trabajo lo hablamos, ¿vale?

Piero le dio un beso en la cara a su mujer y salió corriendo al trabajo. Paula miró a un punto lejano a través de la ventana abierta con las manos sobre el mantel. De nuevo se sintió sola, más sola que nunca. Tan sola como el agua de los canales, sintiéndose uno de ellos, surcado millones de veces por las quillas de las barcas, con los remos clavándose en sus costillas, rodeada de las risas de otros, de los momentos románticos de otros, de la indiferencia de todos.

Piero esa mañana se aplicó con la misma energía de siempre, sin pensar en otra cosa. A mediodía regresó y subió a la casa apresuradamente.

-¡Paula!

Paula ya no estaba, ni sus enseres. A la izquierda del armario la ropa de Piero colgaba de las perchas más a la vista que nunca.

El barquero se preparó un café pausadamente, manteniendo la calma. Cogió la taza por el asa y a medida que se la acercaba a los labios más le temblaba la mano hasta derramárselo por encima.

Era incapaz de procesar lo que estaba pasando, así que decidió volver al trabajo. Se subió a la barca y remó, remó, pasaba bajo un puente y otro con los ojos muy abiertos, casi sin parpadear. Remó hasta que su cuerpo le dijo basta y dejó caer el remo. La inercia de la barca le llevó hasta un callejón oscuro, de los que nadie transitaba nunca. Allí se quedó, oculto a los ojos de los vecinos y los turistas, escondido como un gato aterrorizado, acurrucado y temblando sobre los sacos de mercancía.

La mirada se le quedó enganchada en las turbulencias del agua que lamían los cimientos desgastados de los edificios.

Repasó toda su vida junto a Paula y la dió por perdida. Quizás ella tenía razón. Sintió por primera vez que había desperdiciado la oportunidad de ser feliz junto a ella. Se encendió un cigarrillo y se puso en pié. A un lado, el callejón se extendía hundiéndose en una absoluta negrura. De alguna manera aquello representaba su pasado. Apuró al máximo el cigarrillo y miró al otro lado. La luz del atardecer se movía entre los ladrillos viejos haciéndoles parecer vivos.

Y, aunque el poder de la llamada de la oscuridad era muy potente, un último fogonazo de supervivencia le ayudó a agarrar el remo con una fuerza inesperada y dar la primera palada hacia una nueva e impredecible existencia.



Elohim o El Ángel Renegado


Era hijo de gigantes, hijo de humanos, era arena mojada en la playa de la creación, era brisa perdida entre el cielo y la tierra, era madera incandescente y la gota que se duerme en el carámbano, era ceniza en el musgo y rocío en las pestañas de la primavera.

Era un ser sin destino, sin misión, sin propósito..., excepto probar que los humanos no eran dignos de sobrevivir en un mundo repleto de maravillas. Y para demostrarlo se mezcló entre ellos, observó la belleza de sus vástagos, la armonía de sus proporciones, la profundidad de sus sentimientos. Nada menos conveniente al objetivo que se había marcado.

Su confusión fue en aumento hasta que fue demasiado tarde y la inevitabilidad del deseo carnal se desató en sus entrañas. Su adicción sexual por los humanos le hizo perder el control y acabó sumido en la desesperación de quien se ve superado por los acontecimientos sin posibilidad de retorno.

Perdió sus alas, pervirtió los principios que le señalaban como un ser superior, renegó de su sangre, olvidó su nombre y lloró su fracaso. Los hombres eran dignos de vivir en la Tierra y él, que pretendió aniquilarlos, se hincó de rodillas y suplicó a los dioses que no le castigaran, que le permitieran gozar de la vida junto a ellos hasta el fin de los tiempos.

Pero no se lo concedieron. Porque ese iba a ser su castigo: que habiendo convivido con la luz, fuera arrojado de nuevo a la oscuridad para siempre.

Renegado-29,7x21cm-Lápices y tintas


Jonás, el vaquero

Desde la loma - Dibujo técnica mixta
Cansado de tragar polvo guiando el ganado, de limpiarle los ojos a su caballo, de palmearle el cuello y de mesar sus crines sucias y grasientas.

Cansado de sortear piedras y grietas de los caminos, de desclavar pacientemente las ortigas de sus pantalones.

Cansado de no recordar la cara de su madre pero sí el cinturón de su padre, cansado de soñar en un país lejano y verlo desaparecer en el limbo de los sueños.

Cansado de trotar, galopar, trotar otra vez y detener su montura frente a un lago que refleja el disco lunar o en un cauce seco y muerto.

Cansado de sentirse triste, de vivir decepcionado y de tragar fuego, cenizas, insectos, de lamerse la sangre de las heridas, de rezarle mal al dios equivocado.


Cansado de estar cansado, buscaba un trabajo de vaquero sin conseguirlo.

Aquella noche las estrellas brillaban con gran intensidad.

Escogió un lugar resguardado para descansar.

Jonás, sentado junto a la fogata que con sus pavesas jugaba con la noche más negra que recordaba, se ajustó el sombrero sobre la frente. Las llamas le iluminaban apenas la cara cuando su caballo relinchó. Antes de darse cuenta, la cascabel le había mordido en la mano. Gritó de rabia. La serpiente se escabulló rápidamente entre los arbustos. Intentó succionar el veneno pero la hinchazón empezaba a ser evidente. Ató a dos centímetros de la herida un trozo de la camisa. Poco más sabía hacer.

En medio de la nada, solo podía esperar que no le hubiera inyectado mucho veneno. Pero los síntomas indicaban lo contrario. Empezaba a faltarle el aire, sentía náuseas y un dolor insoportable le trituraba el brazo. Así que tomó una decisión. No podía permitir que su caballo muriera de sed cuando él falleciera. Cargó la pistola y se acercó a él. Un mareo le hizo perder el equilibrio. Le acarició la cara y le miro a los ojos. A Jonás le pareció ver en ellos cierta calma fatídica ante lo inevitable. Le fijó el cañón del arma en la frente con mano temblorosa unos interminables segundos. Se le escapó un sollozo y finalmente disparó al aire. El caballo levantó sus patas delanteras y se perdió galopando en la oscuridad.

Jonás sentía que el corazón le empezaba a fallar. El cansancio acumulado hizo el resto. Tumbado boca arriba junto a la hoguera, le inundó una vaharada de felicidad. Se le llenaron los ojos de estrellas.

Al momento se le difuminaron y en su lugar, como por arte de magia, pudo ver perfectamente dibujado, el rostro de su madre exhibiendo una sonrisa cruel y levantando sobre su cabeza el viejo cinturón del padre que les abandonó cuando Jonás apenas era un niño.

La noche se tragó a Jonás y veló su cadáver hasta que el sol la reemplazó con sus largas trenzas doradas.



La carta

-¡Léemela tú por favor! Que me tiemblan las manos y me falta el aire y la vista se me nubla. Hazme ese favor amiga mía, antes de que caiga desmayada de repente.

-Ahora mismo te la leo. Veamos, veamos. Empieza así:

"Amor de mi vida, mi gran amor..."


-Ay, no sigas amiga, que el corazón quiere salírseme por la boca. Continuaremos mañana, que tan escasas palabras me bastan para empezar a soñar.



La carta - 29,7x21cm - Boceto al pastel sobre papel Canson negro

Esperando al tren

Esperando al tren-29,7x21cm-Boceto 
a tinta de una foto vista en la red.
De pie en la estación, María reparó en que todo a su alrededor iba perdiendo color. Apenas distinguía el verde de los árboles o el azul del cielo. Las mejillas de los niños empalidecían, nadie que se cruzara con ella la miraba a la cara, las vías del tren se mostraban inútiles sin trenes, ni siquiera avisando a lo lejos de su llegada.

Entonces sonrió al recordar que aún le quedaba una vía de escape. Se sentó sobre la maleta, abrió un libro y desapareció en sus páginas.

Guardia mortal

La ventisca arreciaba convirtiendo los copos de nieve en proyectiles helados.

Carl se ajustó el pasamontañas alrededor del cuello mientras que el golpeteo de la nieve en el casco le aturdía. El AK5 pesaba una tonelada y no sentía los pies. La lágrima tatuada junto al párpado derecho destacaba sobre su tez pálida.

Habían transcurrido casi las dos horas de la guardia y lo que Carl esperaba que sucediera no ocurría.

Se presentó voluntario para esa guardia ante la sorpresa de sus compañeros de armas que esperaban aterrados a que el sargento leyera el nombre del infortunado.

El lunes anterior empezó todo. El soldado de la guardía de las 3-5 a.m. había desaparecido. Restos de sus tripas, el arma y ropas desgarradas descartaban la deserción. Todo el cuartel se puso en alerta.

El campamento se ubicaba en una de las más alejadas regiones, al borde mismo del Círculo Polar. Nadie tenía muy clara la utilidad de mantener activo un emplazamiento tan inhóspito. Y aún menos lógica tenía mantener aquel puesto en lo alto de un risco, a dos kilómetros de la base, desde dónde sólo se veía la luz mortecina de las farolas junto a los barracones de la zona norte. Una caseta de un metro cuadrado como único refugio, un teléfono fijo, una linterna de pilas y dos ventanucos con cristales cubiertos de escarcha.

El martes, el relevo dio en voz alta la seña al acercarse al puesto. La oscuridad era absoluta. Nadie cantó la contraseña. El cabo repitió la seña dos veces más. Silencio. El soldado de relevo se quejó cuando el cabo lo tiró al suelo.

- ¡Abajo!

Se acercaron a gachas a la garita. El cabo tocó algo duro y tibio con la mano. Gritó al iluminarlo y descubrir que era la cabeza, desgajada, del soldado de guardia.

Nadie quería ir a ese puesto el miércoles. Pero nombraron a Per. El jueves arrastraron a Jan hasta la garita y le encerraron con llave. El viernes llevaron a Erik a punta de pistola. Todos fueron masacrados, despedazados, con partes de sus cuerpos en las cercanías y rastros de sangre que se perdían en las profundidades del paisaje.

El sábado, Carl se presentó voluntario. Hacía apenas dos semanas de su incorporación al cuartel. No conocía a nadie, ni nadie le conocía a él. Por eso le miraron con el ceño fruncido pero con agradecimiento infinito brillando en sus pupilas. Otro para el matadero, pensaron.

A las 4.30 a.m. Carl creyó oír unos aullidos camuflados entre el estruendo del viento en su casco. Salió de la garita con el arma preparada y se acercó al borde del montículo. Delante tenía la oscuridad absoluta.

Centró su mirada en lo más profundo, donde parecía imposible que nada con vida prosperara.

De repente, un rugido inhumano contaminó el aire con su estruendo. Una sombra se acercaba amenazadora en dirección a la garita.

Carl lanzó el arma lejos de él. Se quitó el casco y las gafas. El ser continuaba su marcha aplastando la nieve a cada paso. Carl se deshizo de los guantes, de la cartuchera y del abrigo. Un ser monstruoso se plantó delante de él. La enorme cabeza quedó al nivel de la de Carl y sus miradas se enfrentaron. Un resplandor frío se extendió sobre el risco. Al cabo de unos instantes, un chillido agónico pareció elevarse y se fue perdiendo en la noche.

Cuando el relevo estuvo cerca del puesto de Carl se encontraron con un reguero de una extraña sustancia verdosa sobre la nieve que conducía a la garita.

El cabo Bjorn iluminó el interior de la caseta y gritó del susto. Un colgajo de piel con la forma de un ser humano estaba pegado a las paredes. Junto al hueco del ojo derecho podía verse el dibujo de una lágrima. Ni rastro de Carl. Solo la enfurecida ventisca seguía rugiendo y pegando deditos helados en sus asustados rostros de ser humano.



Cuando miro atrás

Cuando miro atrás, veo tierra quemada. Lo pasado está destruido. Los sueños de felicidad aplastados.

Solo veo un resquicio de verdad bajo mis pies, donde las sombras de los monumentos derruidos me indican la dirección a tomar. Y son múltiples, incontables las señales a cada paso.

Y allí a dónde me dirijo se expande una luz hacia el infinito, una senda que me empuja a caminar directamente hacia las estrellas.




Nocturnidad - ilustración digital