Era un ser sin destino, sin misión, sin propósito..., excepto probar que los humanos no eran dignos de sobrevivir en un mundo repleto de maravillas. Y para demostrarlo se mezcló entre ellos, observó la belleza de sus vástagos, la armonía de sus proporciones, la profundidad de sus sentimientos. Nada menos conveniente al objetivo que se había marcado.
Su confusión fue en aumento hasta que fue demasiado tarde y la inevitabilidad del deseo carnal se desató en sus entrañas. Su adicción sexual por los humanos le hizo perder el control y acabó sumido en la desesperación de quien se ve superado por los acontecimientos sin posibilidad de retorno.
Perdió sus alas, pervirtió los principios que le señalaban como un ser superior, renegó de su sangre, olvidó su nombre y lloró su fracaso. Los hombres eran dignos de vivir en la Tierra y él, que pretendió aniquilarlos, se hincó de rodillas y suplicó a los dioses que no le castigaran, que le permitieran gozar de la vida junto a ellos hasta el fin de los tiempos.
Pero no se lo concedieron. Porque ese iba a ser su castigo: que habiendo convivido con la luz, fuera arrojado de nuevo a la oscuridad para siempre.
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