Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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viernes, 8 de noviembre de 2019

Salvado

Me juré que nunca movería un dedo por ayudarle.

El muy cabrón me hizo la vida imposible desde que llegué al campamento.

Nos obligaba a patrullar como ratas cada noche por el laberinto de trincheras repleto de cadáveres y excrementos.

Nunca le vi pegar un ojo. Hubiera jurado que el sargento estaba convencido de que si le sorprendíamos dormido acabaríamos con él a machetazos. Y quizás habría sido así, pero no se presentó la ocasión.

Sin embargo, a pesar de ser tan cabrón, comía la misma mierda que nosotros, caminaba siempre el primero, cogía la pala y cavaba como todos y sangraba sangre roja en vez del tarquín que imaginaba recorrer sus venas.

Nunca se quejaba de sus heridas y miraba con asco al que lo hacía con las suyas.

No sé porqué, yo creía que me tenía una ojeriza especial, que estaba demasiado pendiente de mis errores, de mis cabreos y de mis momentos de oscuridad más amargos.

Pasé por situaciones en las que sinceramente me daba igual estar vivo o muerto. Se me nublaban los ojos con el humo de la pólvora, el polvo embarrado que me cubría todo el cuerpo junto con restos de piel y carne que se adherían a mi uniforme.

El último día que pasé en el frente fue uno de esos. Llevábamos varios días sin comer, bebiendo la lluvia que recogíamos en nuestros cascos cuando empezó el bombardeo. Todo parecía saltar por los aires: sacos, brazos, piernas, armas, botas. Solo me quedaba permanecer acurrucado, rezando para que el siguiente obús no me cayera en la cabeza. Pero no recé lo suficiente. Salí despedido contra una de las paredes de la trinchera y reboté como un saco de patatas.

Pensé que ese era mi final y vi a mi madre sujetarme la cara y besarme, y a mi padre gritarme detrás de ella. "¡Levántate joder! ¡No me seas llorica! ¡Levanta el culo de una vez y pórtate como un hombre!" Pero esta vez no podía obedecerle: "¡Perdóname papá, esta vez no puedo, esta vez no puedo!"

Desde el suelo, solo alcanzaba a ver el horror de mis compañeros destrozados a mi alrededor. Ya no podía ver la imagen de mi madre pero sí la de mi padre venir hasta mí gritándome, insultándome, agachándose para cargar mi cuerpo inerme sobre sus hombros y correr entre los restos, parándose con las explosiones, volver a cargar conmigo con cada caída.
Salvado-29,7x21cm-Dibujo a tinta y lápiz
(inspirado en fotografía de la IGM)

Logró sacarme de allí y ponerme a salvo.

Cuando recobré el conocimiento alguien me dijo que el puto sargento me había salvado la vida, que lo hizo con alguno más del pelotón hasta que lo perdieron de vista entre la humareda y las alambradas.

Pero yo no me creo que ese malnacido haya sido capaz de hacer eso por mí. Yo no habría movido ni un dedo por él.

Por lo que a mí respecta, me salvó mi padre, porque me quería tanto, me amaba hasta tal punto que al verme moribundo, se levantó de su tumba y acudió a mi rescate caminando entre los muertos.

Autor: Raúl Tamarit Martínez




sábado, 3 de marzo de 2018

Guardia mortal

La ventisca arreciaba convirtiendo los copos de nieve en proyectiles helados.

Carl se ajustó el pasamontañas alrededor del cuello mientras que el golpeteo de la nieve en el casco le aturdía. El AK5 pesaba una tonelada y no sentía los pies. La lágrima tatuada junto al párpado derecho destacaba sobre su tez pálida.

Habían transcurrido casi las dos horas de la guardia y lo que Carl esperaba que sucediera no ocurría.

Se presentó voluntario para esa guardia ante la sorpresa de sus compañeros de armas que esperaban aterrados a que el sargento leyera el nombre del infortunado.

El lunes anterior empezó todo. El soldado de la guardía de las 3-5 a.m. había desaparecido. Restos de sus tripas, el arma y ropas desgarradas descartaban la deserción. Todo el cuartel se puso en alerta.

El campamento se ubicaba en una de las más alejadas regiones, al borde mismo del Círculo Polar. Nadie tenía muy clara la utilidad de mantener activo un emplazamiento tan inhóspito. Y aún menos lógica tenía mantener aquel puesto en lo alto de un risco, a dos kilómetros de la base, desde dónde sólo se veía la luz mortecina de las farolas junto a los barracones de la zona norte. Una caseta de un metro cuadrado como único refugio, un teléfono fijo, una linterna de pilas y dos ventanucos con cristales cubiertos de escarcha.

El martes, el relevo dio en voz alta la seña al acercarse al puesto. La oscuridad era absoluta. Nadie cantó la contraseña. El cabo repitió la seña dos veces más. Silencio. El soldado de relevo se quejó cuando el cabo lo tiró al suelo.

- ¡Abajo!

Se acercaron a gachas a la garita. El cabo tocó algo duro y tibio con la mano. Gritó al iluminarlo y descubrir que era la cabeza, desgajada, del soldado de guardia.

Nadie quería ir a ese puesto el miércoles. Pero nombraron a Per. El jueves arrastraron a Jan hasta la garita y le encerraron con llave. El viernes llevaron a Erik a punta de pistola. Todos fueron masacrados, despedazados, con partes de sus cuerpos en las cercanías y rastros de sangre que se perdían en las profundidades del paisaje.

El sábado, Carl se presentó voluntario. Hacía apenas dos semanas de su incorporación al cuartel. No conocía a nadie, ni nadie le conocía a él. Por eso le miraron con el ceño fruncido pero con agradecimiento infinito brillando en sus pupilas. Otro para el matadero, pensaron.

A las 4.30 a.m. Carl creyó oír unos aullidos camuflados entre el estruendo del viento en su casco. Salió de la garita con el arma preparada y se acercó al borde del montículo. Delante tenía la oscuridad absoluta.

Centró su mirada en lo más profundo, donde parecía imposible que nada con vida prosperara.

De repente, un rugido inhumano contaminó el aire con su estruendo. Una sombra se acercaba amenazadora en dirección a la garita.

Carl lanzó el arma lejos de él. Se quitó el casco y las gafas. El ser continuaba su marcha aplastando la nieve a cada paso. Carl se deshizo de los guantes, de la cartuchera y del abrigo. Un ser monstruoso se plantó delante de él. La enorme cabeza quedó al nivel de la de Carl y sus miradas se enfrentaron. Un resplandor frío se extendió sobre el risco. Al cabo de unos instantes, un chillido agónico pareció elevarse y se fue perdiendo en la noche.

Cuando el relevo estuvo cerca del puesto de Carl se encontraron con un reguero de una extraña sustancia verdosa sobre la nieve que conducía a la garita.

El cabo Bjorn iluminó el interior de la caseta y gritó del susto. Un colgajo de piel con la forma de un ser humano estaba pegado a las paredes. Junto al hueco del ojo derecho podía verse el dibujo de una lágrima. Ni rastro de Carl. Solo la enfurecida ventisca seguía rugiendo y pegando deditos helados en sus asustados rostros de ser humano.