Triscaban mecánicamente la hierba que sobresalía de los bordes del camino o entre las rocas o al pie de los árboles.
A cierta distancia, Pedro solía lanzarles algún silbido, o un sonido que les resultaba familiar y las tranquilizaba. Pero había pasado tanto tiempo desde la última señal que, sin parar de masticar, se giraban con cierto nerviosismo y los ojos bien abiertos, esperando verle aparecer de un recodo del camino o de entre los altos arbustos blancos de las veredas.
El temor empezó a apoderarse de sus mentes e inconscientemente fueron acercándose entre sí cerrando el grupo.
De repente un grito hizo temblar algunas ramitas. Cayeron pequeños copos sobre sus cabezas y se giraron las cinco vacas al unísono.
-¡Auxilio!
El ganadero se agarraba desesperado a una raíz que sobresalía a un lado del camino y que de momento le salvaba de caer al vacío, tanto más sobrecogedor cuanto que una espesa capa de niebla ocultaba el fondo del abismo.
Primero se puso en marcha Antonia volviendo sobre sus pasos y las demás, una por una, la siguieron.
Antonia era la vaca más vieja y la preferida del ganadero. Con ella hablaba durante horas bajo el farolillo del porche, o al acompañarla al cobertizo con las demás. Antonia le ahorraba mucho trabajo influyendo en las otras e incluso guiándolas en ocasiones por las sendas que había recorrido tantos cientos de veces. Pero en esta ocasión, la vaca se enfrentaba a una situación nueva.
Al llegar a la altura de Pedro, mugió con los ojos muy abiertos. Estaba asustada. El ganadero no acertaba a decir nada coherente. Le quedaba poca resistencia para seguir colgado. Antonia siguió mugiendo mientras se acercaba al mismo borde del precipicio. Alargó el cuello todo lo que pudo y mordió la manga de la zamarra de Pedro, otra vaca trincó la otra manga mientras las demás se movían alrededor temblorosas. Arrastraron a Pedro con suavidad hasta el camino poniéndole a salvo.
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Raúl Tamarit Martínez-Paseo relajado 22,9x30,5 cm - Pastel y tinta sobre papel tonado |
-Anselmo, soy Pedro. De lo que hablamos, nada. No voy a vender mi granja. He pensado que ¡qué voy a hacer yo en la ciudad! Allí no conozco a nadie, y aquí no estoy solo, -miró emocionado a sus vacas pastando relajadas- tengo todo lo que necesito, todo lo que quiero. Gracias por tu ofrecimiento.
Empezó a caminar y le siguieron cuatro, quedando Antonia rezagada, ocupada con un manojo muy jugoso de hierba. Cuando se dio cuenta de que Pedro se había parado para esperarla, dio un par de brincos y siguió sus pasos sin dejar de masticar ni un momento.
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