El muy cabrón me hizo la vida imposible desde que llegué al campamento.
Nos obligaba a patrullar como ratas cada noche por el laberinto de trincheras repleto de cadáveres y excrementos.
Nunca le vi pegar un ojo. Hubiera jurado que el sargento estaba convencido de que si le sorprendíamos dormido acabaríamos con él a machetazos. Y quizás habría sido así, pero no se presentó la ocasión.
Sin embargo, a pesar de ser tan cabrón, comía la misma mierda que nosotros, caminaba siempre el primero, cogía la pala y cavaba como todos y sangraba sangre roja en vez del tarquín que imaginaba recorrer sus venas.
Nunca se quejaba de sus heridas y miraba con asco al que lo hacía con las suyas.
No sé porqué, yo creía que me tenía una ojeriza especial, que estaba demasiado pendiente de mis errores, de mis cabreos y de mis momentos de oscuridad más amargos.
Pasé por situaciones en las que sinceramente me daba igual estar vivo o muerto. Se me nublaban los ojos con el humo de la pólvora, el polvo embarrado que me cubría todo el cuerpo junto con restos de piel y carne que se adherían a mi uniforme.
El último día que pasé en el frente fue uno de esos. Llevábamos varios días sin comer, bebiendo la lluvia que recogíamos en nuestros cascos cuando empezó el bombardeo. Todo parecía saltar por los aires: sacos, brazos, piernas, armas, botas. Solo me quedaba permanecer acurrucado, rezando para que el siguiente obús no me cayera en la cabeza. Pero no recé lo suficiente. Salí despedido contra una de las paredes de la trinchera y reboté como un saco de patatas.
Pensé que ese era mi final y vi a mi madre sujetarme la cara y besarme, y a mi padre gritarme detrás de ella. "¡Levántate joder! ¡No me seas llorica! ¡Levanta el culo de una vez y pórtate como un hombre!" Pero esta vez no podía obedecerle: "¡Perdóname papá, esta vez no puedo, esta vez no puedo!"
Desde el suelo, solo alcanzaba a ver el horror de mis compañeros destrozados a mi alrededor. Ya no podía ver la imagen de mi madre pero sí la de mi padre venir hasta mí gritándome, insultándome, agachándose para cargar mi cuerpo inerme sobre sus hombros y correr entre los restos, parándose con las explosiones, volver a cargar conmigo con cada caída.
Salvado-29,7x21cm-Dibujo a tinta y lápiz (inspirado en fotografía de la IGM) |
Logró sacarme de allí y ponerme a salvo.
Cuando recobré el conocimiento alguien me dijo que el puto sargento me había salvado la vida, que lo hizo con alguno más del pelotón hasta que lo perdieron de vista entre la humareda y las alambradas.
Pero yo no me creo que ese malnacido haya sido capaz de hacer eso por mí. Yo no habría movido ni un dedo por él.
Por lo que a mí respecta, me salvó mi padre, porque me quería tanto, me amaba hasta tal punto que al verme moribundo, se levantó de su tumba y acudió a mi rescate caminando entre los muertos.
Autor: Raúl Tamarit Martínez
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