Durante varios meses intentó seguir las mismas rutinas. Ponía dos platos en la mesa, dormía en su lado de la cama y tenía cuidado de no molestar al darse la vuelta. Al despertarse besaba la almohada donde la cabeza de su esposa descansaba no hace mucho. En ocasiones la oía respirar a su lado, o le contestaba "buenas noches" a otras de ella que imaginaba.
Por la mañana, delante de la humeante taza de café pensaba en el pasado. Lo único que creía poseer.
Pasó la mañana entretenido con el montaje de su maqueta. Un galeón español del s.XVI. Revisaba las piezas de madera una y otra vez, los barriles, partes del cabestrante y también las cuerdas.
Pasadas dos horas, Francisco se detuvo. Descansó en el respaldo de la silla mirando fijamente la maqueta, sin parpadear. Sin verlo venir, le invadió un vacío profundo que le bajó hasta las manos. Las levantó por encima de su cabeza cerrándolas con rabia y las descargó sobre el barco como si de gigantescos martillos de hierro se trataran. Una y dos y veinte veces hasta destruirlo por completo.
Se detuvo y el silencio se fue posando como un polvillo invisible y asfixiante.
Con las manos y las muñecas heridas, se tumbó en la cama a oscuras. Le hubiera gustado llorar por su mujer, pero acabó llorando por él. ¿Para qué tantas horas perdidas uniendo pequeñas piezas de madera? Sintió asco de la vida, de su propia existencia.
Francisco permaneció allí hasta que perdió el conocimiento y las sábanas iban empapándose de sangre.
Lo recobró con la boca abierta, gritando en silencio y los ojos fijos en el techo.
Se levantó de la cama con una sensación de libertad desconocida. El cuerpo lo notaba fuerte y sus movimientos seguros y sin dolor. La habitación tenía una decoración diferente.
Ilustración: "Desesperación" (base: dibujo de grafito creado por mi hija Alicia y posteriormente coloreada con técnica digital por mí. ¡Ali, soy admirador incondicional de tu originalísimo arte!) |
Unos golpes salvajes al otro lado de la pared le sacaron de la estupefacción.
Se ajustó el batín y salió al rellano de la escalera. La puerta del vecino estaba entreabierta. Aún desconcertado preguntó: "¿¡Hay alguien en la casa!?". Pasó adentro con mucha precaución y se asomó al comedor. ¡Era su propia vivienda! ¡Los restos de la destruida maqueta y las salpicaduras de sangre aún cubrían la mesa y el suelo!
Con el corazón desbocado, corrió hasta la habitación esperando ver su anciano cuerpo tumbado en la cama, agonizando de soledad y tristeza.
Pero lo que vio le paró la respiración, le aflojó las piernas y cayó de rodillas aterrorizado.
Los cuatro hombres idénticos a él que permanecían de rodillas en la habitación, se giraron por segunda, tercera, cuarta y quinta vez respectivamente, al escuchar su propia voz en la puerta de entrada que preguntaba:
-¿¡Hay alguien en la casa!?
Autor: Raúl Tamarit Martínez
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