Jurgh resollaba. Las heridas de bala supuraban sangre. Pero no sentía dolor. La rabia no le dejaba espacio para sentirlo.
Desde que giró con su coche en dirección a la urbanización no había parado de matar; cosa extraordinaria en él. Sus propios compañeros bromeaban diciendo que su pistola y la funda eran de plástico porque jamás le habían visto empuñarla.
Nada más parar en el puesto de control y darle al guardia de la caseta el nombre de la persona que venía a ver, observó sorprendido cómo le cambió el gesto. Lo vio desaparecer bajo la ventanilla y reaparecer con un arma con la que encañonó al policía a la cara. Jurgh tuvo la fortuna de su parte. El arma se encasquilló y desde su incómoda posición al volante, agarró la muñeca del vigilante y le partió el codo en el filo de la ventanilla al tiempo que sacó su arma y le disparó en la cara.
Dos disparos de francotirador impactaron en el techo del vehículo y aceleró quemando neumático llevándose la barrera por delante. Enfiló por la carretera interior que como una serpiente subía hasta la cima de la meseta donde supuso que estaría la casa del tal Rudolf Planette. Cuando llegó arriba le esperaban tres matones que liquidó en orden de más alto a más bajo, como a los patitos en una feria, aunque le dejaron la carrocería como un colador y una bala en un hombro.
La sangre le recorría las venas a toda velocidad y otra herida en el costado le quemaba más de lo que habría esperado.
Recorrió el camino empedrado con los siete enanitos a un lado y Blancanieves ruborizada en el otro, hasta la puerta principal de aquella puta mansión. Otro matón abrió de golpe la puerta y le disparó volándole media oreja. Jurgh le atravesó la garganta con un disparo y un ojo con otro. Antes de entrar en la casa le propinó una patada al cadáver crujiéndole las costillas.
Enfrente tenía un espacio enorme, suelo de mármol y una doble escalera victoriana con mampostería de madera de cerezo.
Imagen: Duelo final - ilustración digital |
Decidió subir por la derecha y a mitad de camino otro matón bajaba corriendo y disparándole por la de la izquierda. Sin cubrirse, Jurgh le dio en el estómago haciéndole rodar pintando de rojo doce escalones. Él se llevó en la refriega un impacto en el muslo derecho.
Empujó las puertas del dormitorio principal y entró cojeando en la habitación. En la cama, una joven rubia horrorizada, se cubría hasta la garganta y con mano temblorosa le señaló al policía una puerta. Jurgh le hizo un gesto y la chica huyó escaleras abajo.
El agente abrió la puerta del baño y se encontró a un anciano en el suelo, desnudo, excepto por unos calcetines negros de Calvin Klein, despeinado y con pintalabios corrido por toda la cara, gimoteando y suplicando por su vida.
Jurgh se lo quedó mirando fijamente, se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó una documentación.
-¿Rudolf Planette?
El anciano asintió compulsivamente.
-Tenga, esto es suyo. Se lo dejó olvidado en la comisaría, -Jurgh le tiró el pasaporte a la cara y le vació el resto del cargador en el pecho- ...hijo de puta.
Autor: Raúl Tamarit Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario