Vuelve a casa en autobús. El día de trabajo ha sido agotador. Uno más. Las luces nocturnas titilan en los ventanales acristalados, cubiertos de huellas de manos sudorosas, de frentes que se apoyan para contemplar el mundo en movimiento. Como hace él ahora hasta que en cada parada el corazón se detiene un segundo y suspira.
Cada día piensa que no puede seguir adelante, que ese será el último que aguante. Le brillan los ojos cuando alguien le devuelve la mirada. Pero es un espejismo. Sigue sentado, soportando el traqueteo de los baches, y como tantos otros apoya la nariz y la frente en el cristal y aprieta los dientes hasta que escucha el crujido del hastío.
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