Eran cuatro amigos. Amigos
de travesuras, de juegos, de aventuras.
Una tarde anaranjada y malva en la que los débiles rayos de luz curioseaban con sus deditos amarillos entre los zarcillos y las amapolas, los cuatro se pusieron a jugar al escondite en pleno campo. Uno se escondió tras un gran y negro pedrusco, otro tras un alcornoque, y el más pequeño corrió a ocultarse entre la maleza salvaje que le cubría tres palmos. El cuarto, tras contar hasta diez, le vio y dio el aviso.
El pequeño, descubierto, salió riendo con fastidio, pero la
risa se le heló en la cara cuando sus amigos, gritaron aterrorizados.
"¡¡Arañas!!" El niño estaba cubierto por cientos de arañas que le envolvían
como una manta. Con movimientos convulsos intentaba sin éxito sacárselas de
encima. Gritaba enloquecido pidiendo ayuda a sus amigos. Pero sus amigos
corrieron como liebres y volvieron trayendo a tirones a la madre.
La luna llena ya iluminaba la camiseta blanca del niño que
yacía acurrucado en una zanja. De las arañas no había ni rastro. Solo se acercó
la madre asustada y le animó a reaccionar cogiéndolo del brazo con ternura.
"Pedro, Pedro" Pedrito se levantó despacio, muy serio y cabizbajo, y
así siguió todo el camino de vuelta. Los amigos, tres pasos atrás, respetaron
con su silencio el de Pedro. Al llegar al portal de su casa, levantaron sus
manos para despedirse de él pero no llegaron a pronunciar palabra. Pedro se
había girado, con la mirada torva, con la expresión vacía, y les escupió a los
pies. "¡Pedro!", le recriminó la madre.
Los tres fueron conscientes de que al que habían encontrado
en el campo, envuelto como un ovillo, ya no era su amigo. Era..., otra cosa. Ni
siquiera un niño, como ellos. Pedro se había extraviado, quizá secuestrado por
la caterva de arañas que le cubrieron el alma con sus peludas patitas y lo
arrastraron allá donde las personas nunca miran. Pero también sintieron un
fuerte dolor en el pecho por no haber
auxiliado a su amigo y dejarlo sólo, por haber traicionado su amistad y,
como alquimistas involuntarios, transmutarla en el odio que vieron brillar en
sus ojos. Un odio tan puro y fuerte como la tela de una araña.
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