La soberbia de Clara no tenía límites, ni se parecía a ninguna cosa que nadie hubiera visto jamás en un ser humano. Se sentía tan orgullosa de sí misma que se llegó a interesar por el espejo del que todo el mundo hablaba. El espejo que reflejaba la auténtica y completa belleza de quien se miraba en él.
Muchas mujeres de lejanos rincones del mundo hablaban maravillas de él. Se quedaron fascinadas de lo que vieron y su satisfacción la predicaban a la rosa de los vientos.
Clara acudió con su matrona al castillo de la bruja que lo protegía en lo alto de la torre, cubierto por finas telas de seda negra y azul.
La bruja le recitó los avisos de rigor, pero Clara la apartó con la mano y subió las escaleras ansiosa. La matrona llegó resoplando justo a tiempo para ver a Clara sentada frente al espejo, en camisón, con el pelo suelto cayéndole en cascada por la espalda.
Clara pellizcó la tela de seda y la tiró al suelo. Emitió un quejido y enmudeció.
La matrona miró sobre el hombro desnudo de Clara la imagen que devolvía el espejo y un chillido de terror rasgó su garganta.
Clara sin embargo, pareció reconocerse en él. Se pasó la mano por la cara, se emocionó observando las membranas nictitantes en los ojos y al sonreír, sus dientes brillaron como cuchillos a la luz de las velas.
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