Una mañana, Miguel emprendió la búsqueda. Anduvo durante días, y las noches se tumbaba mirando el firmamento. Pero por más que buscaba no hallaba rastro de Teresa.
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Una noche decidió seguir caminando, pegado al arcén de la carretera, con su hatillo colgando del hombro y sus ochenta años pesándole en las piernas y en el corazón.
El camión con todas sus luces encendidas salió forzado de la curva. En un instante, salió el sol para Miguel y le arrolló.
Se vio a sí mismo tumbado en el asfalto, con la cena aplastada, su mano abierta y aún temblando. Se sintió flotando sobre el conductor que pedía la ayuda de su dios y lloraba de frustración junto al cuerpo inerte y roto de un anciano loco.
Miguel se sintió ligero y seguro. Una voz familiar le susurraba al oído y le hacía reír por primera vez en mucho tiempo. Miró hacia abajo y supo que había llegado. Su mujer le aguardaba, sentada en el borde del Universo.
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