Él no buscaba ser un ángel. Y mucho menos un ángel vengador. A él lo que le gustaba era cantar. Se sentía a gusto en el coro de los serafines. Pero no podía ser. Desafinaba, y Gabriel le enmudeció para siempre.
En el cielo a cada uno le asignan un cometido. El suyo era vengar el oprobio cometido contra los inocentes. Lo cual no le desagradaba del todo. De hecho, él mismo se consideraba víctima de su jefe. Y esa circunstancia le dio el punto que necesitaba para realizar su trabajo: la rabia. Sus mandobles cortaban cabezas, cercenaban piernas y brazos hasta destruir la maldad al ritmo de "Santo, Santo, Santo es el Señor".
Sin embargo, al acabar la matanza, se sentía culpable. ¿Porqué tenía que ser él? ¿Merecía tamaño castigo no saber cantar? Sabía que no era libre, y que el remordimiento le perseguiría el resto de su singular eternidad. Miró hacia abajo donde sus homónimos caídos se reían de él. Agachó la cabeza, apretó los puños y tarareó en su mente una melodía mientras esperaba impaciente su siguiente encargo.
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