Aquella mañana, recién levantada, aún desnuda, se sentó junto a la ventana cerrada de su cuarto, abrió las cortinas y desplegó las cartas por orden cronológico sobre la mesa. Le dio un sorbo al café mientras decidía con cuál de ellas deleitarse: aquella en que le declaraba su amor, o ésa en la que le prometía envejecer a su lado, o con la que le hacía reír tanto...
Antes de decidirlo, y sin reparar en el espantoso viento de poniente que doblaba los árboles de la alameda, abrió de par en par las hojas de la ventana. Las cartas volaron golpeadas por una mano gigante, batieron sus alas como palomas liberadas de un agónico cautiverio. Ella, espantada, lanzó un grito de horror y salió corriendo de casa, saltó de dos en dos los escalones hasta la calle y persiguió las cartas como una enajenada. Nada le ataba al presente, porque su presente era su pasado, y su pasado se escapaba furioso por calles y parques, por esquinas y sumideros.
Apenas dos hojas de cientos acabaron estrujadas entre sus dedos. No sabía si volver a su casa o quedarse llorando sobre el asfalto empedrado. No tuvo que decidir. Sus manos, su boca, todo su cuerpo se transformó de pronto en miles de cartas nunca escritas, en declaraciones y poemas, en secretos y confidencias que jamás se atrevió a garabatear sobre el papel. Y desapareció entre las nubes viajeras de aquel verano ventoso y cruel que puso punto final, al fin, a su existencia tejida de ayeres.
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