
Cuando le animaron a andar fuera de la oscuridad de su hábitat, retrocedía. No escuchar los grilletes con cada paso que daba le asustaba.
Las líneas que marcaba la luz del sol en el suelo se le antojaban un muro infranqueable. La falta de libertad se había integrado en su piel de tal forma que le dolían los ojos, se le agrietaban los labios. Pero no había escapatoria, sería libre, aunque ese estado para él se pareciera mucho a la muerte.
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