Era para ella un símbolo, como el jalón que fija el alma a la tierra. Sin embargo, sabía que allí no quedaba nada. Él la rodeaba como un aura que flotaba y brillaba en sus dedos cuando se rozaba los labios recordándolo.
Y absorta en este pensamiento, languidecía la luz del sol en dorados que rodeaba, como las manos de una madre amorosa, el ramaje de los cipreses, las lápidas húmedas e incluso su propio cuerpo trémulo.
Tímidamente, rezó como le enseñó su abuela: hacia adentro. Y se fue de allí amando los recuerdos como le enseñó su padre: con el alma.
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