Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

Bienvenidos a mi blog. Todas las imágenes y los textos del blog son de mi única y absoluta autoría para el disfrute de quien sepa apreciarlo.

(Para quienes sólo quieran ver mis obras pictóricas, las encontraréis aquí http://raultamaritmartinez.blogspot.com.es/ )


Mostrando entradas con la etiqueta anciana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta anciana. Mostrar todas las entradas

viernes, 8 de noviembre de 2019

Rosa tronchada

Cuando la rosa percibió cercano el filo de las tijeras que había cortado el tallo de sus hermanas, juntó sus pétalos y tembló casi imperceptiblemente.

La anciana que abrazaba el manojo de flores detuvo la acción del corte de repente. Su extrema sensibilidad había podido observar ese movimiento defensivo de la planta justo a tiempo.

Con enorme tristeza dejó las tijeras sobre la tierra, se ajustó las gafas y se acercó cuanto pudo a la flor temblorosa. Una congoja que no pudo dominar se apoderó de ella. Paseó sus dedos sobre el húmedo tallo esmeralda, como si acariciara a una mascota.

Algo cambió en ella. Algo que le produjo una drástica metamorfosis conceptual. Se sintió sucia, malvada, cruel, hasta que rompió a llorar delante de la flor.

Nunca más cortó un tallo, ni lo permitió hacer a sus empleados en los cinco viveros que explotaba en la provincia.

Los despidió a todos y cerró el negocio.

Ligó su propia vida a la subsistencia de la flor que la convirtió en otro ser.

Se sentó en una silla de mimbre junto a la planta y acompasó sus latidos a la caída de los pétalos de la rosa. Cuando la flor inclinó la cabeza adornada de pétalos secos, también el cuello de la anciana se dobló dejando caer suavemente la barbilla sobre el pecho.

Sus hijos las enterraron juntas sin escatimar en gastos.

Aunque, en su bienintencionada ignorancia, cubrieron el panteón de miles de agonizantes cadáveres de flor recién cortada, en honor a la madre que los parió.

Autor: Raúl Tamarit Martínez

fotografía propia retocada "Rosa tronchada"

sábado, 14 de julio de 2018

La castañera

La anciana castañera permanecía quieta, sentada en el suelo de la esquina de las calles Pueblo Nuevo y San Tirso. La nieve lo cubría todo, incluso las farolas de gas que aún permanecían encendidas alumbrando apenas las huellas de los caballos y el rectilíneo rastro de los escasos coches que se atrevían a circular a esas horas.

Algún transeúnte pasaba apresuradamente por delante de la castañera sin pararse a mirar siquiera los rojizos rescoldos del fogón.

La anciana, acurrucada y envuelta en su toca, con un pañuelo negro cubriendo su cabeza, quedaba oculta por una capa blanca, confundida en su entorno de tal forma que, junto con sus utensilios, parecían un puñado de trastos viejos amontonados en la esquina listos para ser retirados.

Un fino y frío viento empezó a soplar calle abajo, arrastrando grandes copos de nieve a modo de cortinajes contra portales y ventanales. Un carruaje pasó frente a ella a toda prisa salpicándola de barro. La anciana ni siquiera se inmutó, no se atrevía a perder calor con un mínimo gesto. Sin embargo, sacó una mano temblorosa, sujetó torpemente las pinzas e intentó reavivar la lumbre. Una vaharada de aliento salió de su boca semiabierta. Quería haberse retirado mucho antes de que cayera la noche, pero la rigidez de sus piernas le impedían levantarse. Ahora ya no las sentía. Había desechado la idea de volver al refugio con su cargamento de castañas, la olla, las pinzas, el fuelle..., imposible. Había vendido apenas un par de cucuruchos. Nada.

Nadie parecía fijarse en ella cuando pasaba por delante. Levantaban las solapas de sus abrigos y aceleraban el paso. El aire dolía al respirarlo, no había tiempo para comprar castañas. Y el aroma de las que la anciana mantenía calientes para atraer a los más renuentes había desaparecido hacía muchas horas.

Estaba sola. No le quedaba nadie a quien contarle sus penas, o que le diera un abrazo o un beso en la mejilla. Solo otros como ella, amontonados en el refugio como leña vieja, sin fuerzas para sonreír o levantar la mirada. El hambre la había convertido en una mujer enjuta, seca, malhumorada y triste, muy triste. Pero sin lágrimas. Las abandonó el día que no pudo con su peso. Por eso hoy le sorprendió notar el calor de una cayendo hasta su boca. La lumbre no echaba humo. Las castañas apiñadas en cucuruchos se encogían bajo la nieve. Y ella se hacía a cada minuto más y más pequeña.

Raúl Tamarit Martínez - La castañera
Al amanecer, bajo una capa de hielo, alguien reconoció su cuerpo hecho un ovillo y llamó a los vecinos. Un policía hizo algunas preguntas y se quedó unos minutos junto al cadáver, haciendo anotaciones con un lápiz en una hoja de papel gris. Cogió una castaña que permanecía sobre el fogón e intentó hincarle un diente, y el diente crujió. Ugggg. Soltó la castaña y el sabor metálico de la sangre le enfureció. El policía esperó a los servicios forenses con la mano en la cara y un gesto de dolor.

Cuando llegó el carro, pararon frente a la anciana, bajaron dos funcionarios con sendas palas y despegaron a la castañera del suelo haciendo palanca. El hielo que tenía adherido pesaba más que ella, así que la subieron al carro con facilidad y pusieron en marcha al caballo con suaves latigazos. El policía les miró perderse entre el gentío y sintió una punzada de lástima por la anciana. Ésta pobre mujer podría haber sido la madre que él nunca llegó a conocer. La que le abandonó al nacer entre los desperdicios de una bodega. Entonces el dolor en el diente regresó y le hizo blasfemar contra todo lo divino y lo humano. Guardó sus anotaciones en un bolsillo de la chaqueta y le dedicó a la castañera un último pensamiento, escueto y rotundo como una esquela que resumía su paso por este mundo: "¡Maldita vieja estúpida!"

Apenas el policía había girado la siguiente esquina, una tropa de desharrapados se pelearon por los restos que dejaba la anciana y que probaban su existencia. El sol de aquella luminosa mañana propició el deshielo y acariciaba con sus débiles rayos la esquina de Pueblo Nuevo con San Tirso.

En el suelo, una castaña congelada, abierta su corteza con un irregular tajo de cuchillo, parecía una redonda y cómica sonrisa mostrando una dentadura tostada, con un hilillo de sangre, que se reía del mundo y sus miserias.