Algún transeúnte pasaba apresuradamente por delante de la castañera sin pararse a mirar siquiera los rojizos rescoldos del fogón.
La anciana, acurrucada y envuelta en su toca, con un pañuelo negro cubriendo su cabeza, quedaba oculta por una capa blanca, confundida en su entorno de tal forma que, junto con sus utensilios, parecían un puñado de trastos viejos amontonados en la esquina listos para ser retirados.
Un fino y frío viento empezó a soplar calle abajo, arrastrando grandes copos de nieve a modo de cortinajes contra portales y ventanales. Un carruaje pasó frente a ella a toda prisa salpicándola de barro. La anciana ni siquiera se inmutó, no se atrevía a perder calor con un mínimo gesto. Sin embargo, sacó una mano temblorosa, sujetó torpemente las pinzas e intentó reavivar la lumbre. Una vaharada de aliento salió de su boca semiabierta. Quería haberse retirado mucho antes de que cayera la noche, pero la rigidez de sus piernas le impedían levantarse. Ahora ya no las sentía. Había desechado la idea de volver al refugio con su cargamento de castañas, la olla, las pinzas, el fuelle..., imposible. Había vendido apenas un par de cucuruchos. Nada.
Nadie parecía fijarse en ella cuando pasaba por delante. Levantaban las solapas de sus abrigos y aceleraban el paso. El aire dolía al respirarlo, no había tiempo para comprar castañas. Y el aroma de las que la anciana mantenía calientes para atraer a los más renuentes había desaparecido hacía muchas horas.
Estaba sola. No le quedaba nadie a quien contarle sus penas, o que le diera un abrazo o un beso en la mejilla. Solo otros como ella, amontonados en el refugio como leña vieja, sin fuerzas para sonreír o levantar la mirada. El hambre la había convertido en una mujer enjuta, seca, malhumorada y triste, muy triste. Pero sin lágrimas. Las abandonó el día que no pudo con su peso. Por eso hoy le sorprendió notar el calor de una cayendo hasta su boca. La lumbre no echaba humo. Las castañas apiñadas en cucuruchos se encogían bajo la nieve. Y ella se hacía a cada minuto más y más pequeña.
Raúl Tamarit Martínez - La castañera |
Cuando llegó el carro, pararon frente a la anciana, bajaron dos funcionarios con sendas palas y despegaron a la castañera del suelo haciendo palanca. El hielo que tenía adherido pesaba más que ella, así que la subieron al carro con facilidad y pusieron en marcha al caballo con suaves latigazos. El policía les miró perderse entre el gentío y sintió una punzada de lástima por la anciana. Ésta pobre mujer podría haber sido la madre que él nunca llegó a conocer. La que le abandonó al nacer entre los desperdicios de una bodega. Entonces el dolor en el diente regresó y le hizo blasfemar contra todo lo divino y lo humano. Guardó sus anotaciones en un bolsillo de la chaqueta y le dedicó a la castañera un último pensamiento, escueto y rotundo como una esquela que resumía su paso por este mundo: "¡Maldita vieja estúpida!"
Apenas el policía había girado la siguiente esquina, una tropa de desharrapados se pelearon por los restos que dejaba la anciana y que probaban su existencia. El sol de aquella luminosa mañana propició el deshielo y acariciaba con sus débiles rayos la esquina de Pueblo Nuevo con San Tirso.
En el suelo, una castaña congelada, abierta su corteza con un irregular tajo de cuchillo, parecía una redonda y cómica sonrisa mostrando una dentadura tostada, con un hilillo de sangre, que se reía del mundo y sus miserias.
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