Mi adorada Elena.
Aún recuerdo con nitidez el día que llegué al pueblo, con la curiosidad y expectativas de quien descubre un mundo nuevo. Sólo la lluvia salió a mi encuentro al bajar de la diligencia, así que, totalmente empapado, entré en el hostal aquella tarde.
Mientras firmaba la entrada y me asignaban habitación, vi tu sombra al fondo cerrando despacio una puerta. No imaginaba entonces que la sombra que desaparecía tras la puerta iba a convertirse en la luz de mi vida.
El encargo que me traía a este lugar, para mí tan recóndito, ocuparía un mes de mi existencia. Suficiente tiempo para convertirse en el más importante de mi efímero paso por este mundo.
Subí a la habitación y después de asearme como es menester y organizar mis cosas, bajé a la hora de la cena. La luz amarillenta de los candiles le daba un aire acogedor a la pequeña estancia habilitada a modo de comedor. Solo había cuatro mesas equidistantes y una mujer de mediana edad cenando en ese momento.
-Buenas noches. Buen provecho -le dije. La mujer se limitó a hacer un gesto con la cabeza y siguió sorbiendo la sopa.
Me senté en un rincón desde el que tenía una amplia panorámica del lugar y me distraje con unos legajos que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Un movimiento en la puerta me hizo levantar la vista distraídamente y entonces te vi. Te debí parecer un estúpido ya que me quedé sin habla. No parpadeé hasta que, ya de pie junto a la mesa, me dijiste:
-Buenas noches, señor. Bienvenido. -sonreíste amablemente- Esta noche para cenar tenemos sopa de fideos, estofado y verduras asadas.
De espaldas del mar - ilustración digital |
Un menú que jamás olvidaré. Yo solo era capaz de mirarte, y sentí que el tiempo se había ralentizado. Veía el parpadeo de tus ojos, los reflejos dorados en tu iris, el movimiento de los labios, tu pelo negro recogido en un gracioso moño, tus blancas manos, una sobre otra... Entonces, un mohín en tu boca me hizo reaccionar. Desde aquella noche supe que mi corazón nunca volvería a latir igual.
Conseguí que me sirvieras de guía los primeros días, acordando un pago que satisficiera a tus padres por el servicio, y paseamos incansablemente recorriendo calles, rincones pintorescos, hablando con vecinos y tenderos, visitando las playas y los acantilados, los amarraderos de barcos de pesca, me mostraste la iglesia, me acompañaste hasta la casa del cura con quien mantuvimos una entretenida charla frente a un ardiente café... A cada minuto que pasaba a tu lado me daba cuenta de que fortalecía más si cabe la atracción que sentía por ti. Hasta que te hiciste imprescindible.
Mientras por las tardes documentaba y preparaba el informe para mi cliente, por las mañanas, puntualmente esperaba en el mostrador a que surgieras con tu luminosa sonrisa. Hasta el día en que no apareciste tú sino tu padre, diciéndome que se había acabado. Me devolvió el importe sobrante del anticipo que le di y me dejó helado, sin responder a mi demanda de explicaciones.
Mi sufrimiento iba en aumento a medida que se acercaba el día de mi marcha. Volví a ver tu sombra una única vez más tras el quicio de una puerta, un instante antes de que alguien desde dentro la cerrara de un portazo. ¿Fue tristeza lo que percibí en tu rostro? ¿Eran lágrimas? O sólo lo que mi imaginación quiso regalarle a mi deseo.
Acudí a casa del cura para pedirle ayuda, que consiguiera para mí las explicaciones que tus padres me habían negado. Por él supe que se habían visto forzados por las habladurías del pueblo, la de quienes nos habían visto pasear, a su juicio demasiado juntos, rozándonos a veces, o reír sin la conveniente mesura, o alejarnos hasta perdernos de vista por los recodos de los acantilados a resguardo de cualquier mirada curiosa.
De nada sirvieron mis súplicas por hablar contigo una última vez, que nos sirviera de despedida, aunque ésta fuera la más amarga. Probablemente tu padre adivinó en esta petición mis intenciones de pedirte que vinieras conmigo, sin saber siquiera si esa posibilidad la albergabas en tu alma.
He dejado esta carta en manos del párroco y a su discreción y buena fe me encomiendo. Espero que puedas leerla algún día y, al menos, que tengas la confirmación de mi amor más sincero, con la esperanza añadida de que las señales que recibía de ti conviertan en recíproco este maravilloso sentimiento. Indicios, mensajes tácitos en nuestras largas conversaciones, en las largas miradas que nos dedicamos hasta que tú o yo bajábamos la vista vencidos por la creciente atracción que se creaba entre nosotros, en el temblor de tu mano cuando ocasionalmente la abrigaba entre las mías, en el roce accidental de nuestros labios al coincidir en un giro, o al mirarnos cuando nos agachábamos al mismo tiempo para acariciar la misma concha marina, al huir, cogidos de las manos, de una ola oportuna...
Si lo que sientes por mí, se acerca un ápice a lo que siento yo por ti, más abajo te escribo mis señas. Me he procurado la forma de tener noticias sobre ti, de tal manera que estaré esperando tu respuesta el tiempo que haga falta, tanto si ese tiempo es mi vida entera. A menos, Dios no lo quiera, que me hagas llegar tu negativa, que me convencerá de que todo ha sido fruto de mi imaginación y que no existe motivo para que guarde ninguna esperanza.
Te amo con todo mi ser, y con todo mi ser, te espero.
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