Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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jueves, 1 de noviembre de 2018

El guardaespaldas

Fabián era su guardaespaldas.

La acompañaba temprano hasta que dejaba al niño en el colegio. Después la seguía muy de cerca intentando no perturbar su intimidad, como si todo fuera normal. Sin embargo, algunos vecinos sabían lo que ocurría y trataban de no inmiscuirse en el paseo de Matilde. Si se cruzaban con ella la saludaban y seguían su camino. Nada de pararse a cotillear, ni a preguntarle por su hijo, y mucho menos sobre su marido.

Matilde esa mañana fue a la peluquería, entró en el supermercado y visitó a su madre. Finalmente, al cabo de dos horas emprendió el camino de regreso a su casa bajo la mirada atenta de Fabián. Ni siquiera la cobertura que le proporcionaba el escolta conseguía tranquilizarla. No se imaginaba tener que pasar toda su vida así. Y la compañía de la policía no iba a ser eterna. Se había acostumbrado a tomar pastillas durante todo el día. Pero ni siquiera podía dormir profundamente. Se desvelaba fantaseando con mil formas de matar a su marido, cada cual más cruel. Se levantaba por la noche para cerciorarse de que su hijo estaba a salvo. Le volvía a arropar y vuelta a empezar. En eso se había convertido su vida.
Guardaespaldas - ilustración digital

Para Fabián, el oficio le venía natural. Pensaba que había nacido para eso: proteger a los más débiles. Pasó por varias casas de acogida hasta la mayoría de edad. En el colegio sufrió agresiones pero, al contrario que cualquier otro niño, lo agradecía porque le sirvió para prepararse. Aprendió a defenderse a edad muy temprana, y la confianza que adquirió la utilizó cuando fue necesario para amparar a otros. Descubrió que en la mayoría de ocasiones nunca necesitó utilizar la fuerza física. Un gesto, una actitud fuerte y decidida o incluso una mirada firme, bastaba casi siempre. De niño sus héroes eran ángeles y se sentía siempre arropado por ellos. Más adelante leyó que en la antigüedad, otros como él sentían esa necesidad y que la materializaban en un juramento sagrado que les llevaba a dar su propia vida por la persona a la que juraban proteger, incluso matándose si no lo conseguían. Ese tipo de determinación a Fabián le servía de ejemplo y le inundaba de fuerza. Le hubiera gustado ser uno de aquellos "devotio custodes hispalenses" que Julio César se procuró como su guardia personal, admirado por su código ético. Lástima que prescindiera de ellos en vísperas de los Idus de Marzo.

Mientras estaba inmerso en estas reflexiones, desde la distancia, el marido de Matilde observaba con las mandíbulas prietas y el gesto endurecido. Siguió con la vista al guardaespaldas y bufó rabioso.

Matilde subió las escaleras hasta su casa en el segundo piso y se encerró corriendo tres cerrojos. Fabián subió tras ella y continuó hasta el terrado. Batió la zona y bajó de nuevo hasta la entrada del edificio. Desde un lugar discreto, vigiló hasta que le sustituyó su compañero al mediodía. Se fue tranquilo porque su colega era un buen profesional. Sin embargo, a mitad de la tarde, tuvo un mal presentimiento. Dejó con cuidado las pesas, se duchó con rapidez y salió del gimnasio. Arrancó su Ducati y se dirigió al domicilio de su protegida apurando semáforos. Saltó los escalones de dos en dos y se encontró la puerta de Matilde entreabierta. No llevaba su arma reglamentaria pero eso no le paró. Entró con sumo cuidado y se dirigió hacia el dormitorio de donde venía el sonido de una voz ronca.

En dos zancadas se plantó en la puerta y la escena le desconcertó.

Junto a la cama de Matilde, su compañero yacía en el suelo con la cabeza abierta. Dos hombres sujetaban a la mujer de ambos brazos y otro frente a ella, con un cuchillo en la mano la insultaba. Era el marido, lo reconoció al girarse alertado por los otros dos. La misma cara de acelga.

Fabián se lanzó sobre el marido sin pensárselo dos veces. De un puñetazo lo lanzó contra el borde de la mesilla de noche y se desnucó. Los otros dos soltaron a Matilde y se le echaron encima. A uno le hundió la mandíbula de un codazo pero el otro le agarró del cuello y le clavó un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Cayó al suelo bajo aquella mole humana que le aplastaba la tráquea como si sus manos fueran unos enormes alicates. A punto de desmayarse oyó un golpe seco y la cara del tipo le cayó babeando sobre la suya.

Fabián apartó el cuerpo inerme y descubrió a Matilde de pie, hiperventilando y con un candelabro de bronce que chorreaba sangre, entre sus manos. Los ojos parecía que se le salían de las órbitas. No cabía nadie más en aquella habitación. Matilde se dejó caer sentada sobre la cama. Parecía decirle sin palabras a Fabián, que todo había acabado: sus miedos, su aterrada existencia. Fabián le quitó el candelabro de las manos con cuidado y la abrazó para consolarla.

Fabián acabó en la cárcel. Estaba fuera de servicio, allanó una vivienda, provocó la muerte de dos personas..., pero tenía la conciencia tranquila, hizo lo que su código de honor le ordenaba. No podía pedir más. Y además, en la cárcel, muy probablemente alguien necesitara de sus servicios.

Por otra parte, Matilde le visitaba una vez al mes. Le llevaba lectura y le contaba cosas de su nueva vida con su hijo. A Fabián le alimentaron el alma sus muestras de agradecimiento y, sobre todo, verle en la cara la sonrisa que no había antes. En la última visita le confió que había conocido a un buen hombre con el que esperaba casarse.

Desde esa ocasión y hasta que Fabián salió de la cárcel, nunca más volvió a saber de ella.


Raúl Tamarit Martínez





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