Aquella mañana, el olor le llegaba con menos intensidad pero sorprendentemente distinto. Se salió del sendero dejando el carro con varias piezas alineadas sobre el cajón del que destacaba el voluminoso cuerpo de un enorme jabalí sobre los corzos, liebres y aves.
El Recogedor se abrió paso por la espesa vegetación entre la que el sol saliente entreveraba sus rayos de luz creando un efímero pero bello juego luminoso. Las sombras azuleaban el denso manto que cubría el bosque y, de repente, accedió al lugar del que provenía el olor dulzón que no sabía interpretar.
Levantó la mirada y su piel azul enrojeció de repente. Vió a dos seres cubiertos por unos ropajes extraños, colgados de las ramas de un roble con los cuellos tronchados y las manos amoratadas. Le levantó la barbilla al más grande y le impactaron sus ojos muy abiertos rodeados por unos negros círculos irregulares. Estaban resecos y enrojecidos, y transmitían un terror indescriptible. El otro, que parecía un niño, portaba además, colgando de su cuello, una tablilla en la que rayado con tiza se veían unos signos que hicieron que el Recogedor frunciera el ceño.
Se negaba a aceptar que el Grupo les había dado caza para el sustento de la aldea. Sus rostros eran tan parecidos a los de ellos... Respetuosamente los descolgó y cargó en el carro. Regresó a la aldea afectado por una congoja difícil de explicar.
Cuando al atardecer regresaron los cazadores, negaron haber sido ellos los causantes de tan crueles muertes. No obstante, los dos cadáveres pasaron a formar parte de las provisiones.
Al caer la noche, a la lumbre de la fogata, el Recogedor daba cuenta de los últimos trozos de carne de la cena. Había seleccionado unos pedazos de los novedosos seres. Repasó la tablilla del niño que se guardó como curiosidad, cuyos símbolos seguían intrigándole. Los repasó de nuevo: "APESTADOS". Y el sueño se apoderó de él.
El ahorcamiento - ilustración digital |
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