Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

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jueves, 1 de noviembre de 2018

Bajo el puente

Mientras cruza el puente, a Jon le parece escuchar en el aire un coro de ángeles, o un susurro celestial de aviso, como una advertencia sutil.

Los faros de los coches que vienen de frente aparecen y desaparecen como flases. Pero nadie le ve andar, y mucho menos le ven esa mirada, perdida en la oscuridad de su propio terror.

Sus pasos le llevan a un indeterminado lugar, y quizás a otros tiempos. ¿Cómo retrasar más la vuelta a casa? ¿cómo hacerla interminable? Cuantos más pasos, más dolor; cuantos más pensamientos, más desesperación.

A unos metros, un perro callejero le sigue. Se para cuando él se para. Se sienta cuando él mira al río.

Apoyado en el puente - ilustración digital
Ya de noche, al entrar en casa se enfrenta a su propia soledad. Enciende la lámpara del salón y cae derrotado sobre el sofá.

El perro está en la calle, sentado, mirando la ventana. Él se levanta a por una cerveza y lo ve fuera. Cruzan la vista un instante y la profunda mirada del perro cala en sus huesos. Le trae recuerdos. Jon abre la puerta de la calle y le grita para que se vaya. El perro se aleja unos pasos, él cierra la puerta y el perro vuelve y se queda allí, mirando intermitentemente a la puerta y a la ventana.

Le da un sorbo a la cerveza y se sienta a ver la tele. Zapea constantemente. Ningún canal le llama la atención, La apaga. Se deja vencer por el sueño. Al cabo de un par de horas despierta y se queda mirando al techo, la lámpara, el reloj de mesa, los cuadros en las paredes. Ninguno le dice nada. Se asoma otra vez a la ventana. El perro ya no está ahí. Mejor. Se dirije a la habitación a descansar. Se quita los zapatos y oye un ruido en la puerta principal. Dibuja una mueca en su cara. Va descalzo y la abre. El perro está allí, mirándole. Parece muy agotado. Respira con la lengua fuera, cierra la boca. Le mira fijamente como las aguas profundas del río.

-¿Quién eres?

Jon se echa a un lado e invita al perro a entrar. Tiene que insistir dos veces más. Cierra la puerta tras él y le pone un plato con leche que bebe ansiosamente. Le pone comida en un recipiente y se acuesta.

A la mañana siguiente Jon se levanta con un nuevo ánimo. Espera hablar con el perro, llevarle a un buen veterinario, pasear con él..., ¿quién sabe?

Pero el perro no está. Encuentra la puerta de la galería entreabierta.

Ese día recorrió los alrededores esperando tropezar con él de nuevo, pero no ocurrió.

Lentamente pasaron las semanas y sus paseos interminables por la ciudad le hastiaban. Se paró a mirar las oscuras aguas bajo el puente. Forzó un poco la vista. Le pareció ver a un perro abajo, junto a la orilla, y se apresuró. Al llegar comprobó que estaba en lo cierto. Era él, el mismo que le había incitado a intentar romper su aislamiento. Pero el perro estaba muerto.

Jon no le apreció ninguna herida. Venció su aprensión y le acarició la cabeza, sucia y húmeda. Tenía la lengua colgando y los ojos abiertos. Aún le brillaban. Realmente era un perro viejo, muy viejo. No quiso ni imaginar las penurias que habría sufrido. Jon supuso que le había sorprendido la muerte allí, o que quizás se había arrastrado hasta este lugar para morir con algo de dignidad. "No es mal sitio para morir" pensó.

Se quedó sentado junto a él, mirando la corriente del río y el reflejo fugaz de los destellos de los coches sobre ella.

Esa noche no volvería a su casa. Esa noche, se quedó él sentado, mirando al infinito, esperando que el perro le abriera la puerta.

Raúl Tamarit Martínez





martes, 12 de julio de 2011

El ascensor

Es algo cotidiano. Todos los días subo y bajo en el ascensor de mi finca.

Ocurrió hace unos días por primera vez.

Hay dos sótanos donde están los garajes.

A mediodía, subí con mi perro, un shihtzu, al ascensor. Como siempre pulsé el piso 35, se cerraron los paneles metálicos extensibles y vi cómo el botón 35 se apagó. Insistí varias veces pero el pulsador no me obedecía.

Entonces empezó el ascensor a ponerse en marcha y sentí una rara sensación en el estómago. Normalmente es un ascensor muy rápido. Pero en esta ocasión no subió. Descendió. Y el descenso fue extrañamente lento, muy ralentizado.

Mi perro me miró desde abajo con ojitos preocupados y yo me limité a hacerle un gesto tranquilizador.

Seguíamos bajando, muy lentamente.

Un -1 apareció en el visor. Y seguimos bajando. Yo empecé a sentirme algo nervioso y los gemidos de mi perro no ayudaban. Le chisté.

-No pasa nada.


Se lo decía a él. Me lo decía a mí mismo.

-2. El ascensor se detuvo.

Los paneles plegables se abrieron. La puerta del segundo sótano, pintada de rojo caldera, con un cristal biselado que dejaba adivinar si al otro lado había luz… o no, permaneció inmóvil.

Yo esperé que alguien abriera la puerta desde el otro lado, algún vecino que había dejado su coche y había pulsado, quizás, antes que yo la llamada del ascensor.

Pero nadie abrió la puerta, el cristal biselado de la ventanilla permanecía sumido en la oscuridad. “Al otro lado no hay nadie” pensé. Pulsé de nuevo el piso 35, puede que con más fuerza de la necesaria. Pasaron los segundos y no nos movíamos. Oí unos ruidos al otro lado. Me pareció un carro de la compra, como esos que hay en las grandes superficies, sin lubricar. Chocó contra algo, quizás una pared.

Apoyé la mano sobre la puerta para darle un empujoncito y ver si al cerrarse de nuevo el ascensor se ponía en marcha, pero sentí un temor irracional y me quedé con la mano en el aire. De repente la puerta plegable empezó a cerrarse. 

A golpes, con irritante lentitud. Y arrancó. Mi perro se movía inquieto por todo el ascensor. Empezó el ascenso. -1, 0, 1… por fin subíamos a casa.

No fue más que una anécdota. No hubo nada, no pasó nada. Y sin embargo…

Pero hoy ha vuelto a pasar. He vuelto del trabajo muy tarde. Las luces de la ciudad están iluminando las vidas y milagros del mundo. Muy cansado, con muchas ganas de llegar a casa y relajarme.

He pulsado como siempre mi piso, el 35. El ascensor ha iniciado su marcha con un sobresalto y ha empezado a bajar. No podía creérmelo. “Esta vez tiene que ser un vecino. Seguro” He pensado.

Volvía a ocurrir. Bajaba muy, muy lentamente. -1, -2. Golpe. Se detuvo. Se plegaron los paneles. La puerta roja apareció a mi vista. Nadie abría. Al otro lado del cristal, oscuridad. De repente un aullido. O me pareció un aullido. Unas risas nerviosas y un grito. Empecé a sudar. Golpeé el pulsador 35, una y mil veces. El ascensor seguía allí parado, sin hacer caso a mis órdenes. Alguien pasó por delante del cristal.

-¿¡Hay alguien ahí!?

Risas.

Un ruido estremecedor recorrió la otra parte de la puerta como unas uñas que la arañaran y se rompieran por el camino.

-¡joder!

Una tenue luz amarillenta se quedó pegada al cristal de la puerta y di un salto hacia atrás. No era una luz: parpadeó. Era un ojo enorme, el iris vertical giraba sobre sí mismo y se detenía. Enseguida desapareció entre ruidos de arrastre. No había sitio en el puto ascensor para esconderse ni huir. Intenté agarrar los paneles y obligarles a cerrarse, para poner una barrera entre lo que fuera que había al otro lado y yo. Pero me retiré de repente. La puerta roja se estaba abriendo, apenas una rendija. Ahí no pude aguantarlo más y grité. No me oí, pero estoy seguro de que grité. Los paneles por fin se empezaron a cerrar. El ascensor subió lentamente hasta el entresuelo y adquirió la velocidad acostumbrada hasta mi piso.

Aún estoy temblando, con la mano en el teléfono, decidiendo si llamar al 112 o dejarlo correr. Quizás sólo ha sido fruto de mi imaginación.

Lo auténticamente jodido será que no creo que suba al ascensor sólo nunca más. O subir y bajar por las escaleras. ¿Qué si no? Mi perro me está mirando y ha tragado saliva. Creo que ha adivinado lo que estoy pensando.