Bien ve ni dooooooooooossssssssssssss

Bienvenidos a mi blog. Todas las imágenes y los textos del blog son de mi única y absoluta autoría para el disfrute de quien sepa apreciarlo.

(Para quienes sólo quieran ver mis obras pictóricas, las encontraréis aquí http://raultamaritmartinez.blogspot.com.es/ )


jueves, 1 de noviembre de 2018

Bajo el puente

Mientras cruza el puente, a Jon le parece escuchar en el aire un coro de ángeles, o un susurro celestial de aviso, como una advertencia sutil.

Los faros de los coches que vienen de frente aparecen y desaparecen como flases. Pero nadie le ve andar, y mucho menos le ven esa mirada, perdida en la oscuridad de su propio terror.

Sus pasos le llevan a un indeterminado lugar, y quizás a otros tiempos. ¿Cómo retrasar más la vuelta a casa? ¿cómo hacerla interminable? Cuantos más pasos, más dolor; cuantos más pensamientos, más desesperación.

A unos metros, un perro callejero le sigue. Se para cuando él se para. Se sienta cuando él mira al río.

Apoyado en el puente - ilustración digital
Ya de noche, al entrar en casa se enfrenta a su propia soledad. Enciende la lámpara del salón y cae derrotado sobre el sofá.

El perro está en la calle, sentado, mirando la ventana. Él se levanta a por una cerveza y lo ve fuera. Cruzan la vista un instante y la profunda mirada del perro cala en sus huesos. Le trae recuerdos. Jon abre la puerta de la calle y le grita para que se vaya. El perro se aleja unos pasos, él cierra la puerta y el perro vuelve y se queda allí, mirando intermitentemente a la puerta y a la ventana.

Le da un sorbo a la cerveza y se sienta a ver la tele. Zapea constantemente. Ningún canal le llama la atención, La apaga. Se deja vencer por el sueño. Al cabo de un par de horas despierta y se queda mirando al techo, la lámpara, el reloj de mesa, los cuadros en las paredes. Ninguno le dice nada. Se asoma otra vez a la ventana. El perro ya no está ahí. Mejor. Se dirije a la habitación a descansar. Se quita los zapatos y oye un ruido en la puerta principal. Dibuja una mueca en su cara. Va descalzo y la abre. El perro está allí, mirándole. Parece muy agotado. Respira con la lengua fuera, cierra la boca. Le mira fijamente como las aguas profundas del río.

-¿Quién eres?

Jon se echa a un lado e invita al perro a entrar. Tiene que insistir dos veces más. Cierra la puerta tras él y le pone un plato con leche que bebe ansiosamente. Le pone comida en un recipiente y se acuesta.

A la mañana siguiente Jon se levanta con un nuevo ánimo. Espera hablar con el perro, llevarle a un buen veterinario, pasear con él..., ¿quién sabe?

Pero el perro no está. Encuentra la puerta de la galería entreabierta.

Ese día recorrió los alrededores esperando tropezar con él de nuevo, pero no ocurrió.

Lentamente pasaron las semanas y sus paseos interminables por la ciudad le hastiaban. Se paró a mirar las oscuras aguas bajo el puente. Forzó un poco la vista. Le pareció ver a un perro abajo, junto a la orilla, y se apresuró. Al llegar comprobó que estaba en lo cierto. Era él, el mismo que le había incitado a intentar romper su aislamiento. Pero el perro estaba muerto.

Jon no le apreció ninguna herida. Venció su aprensión y le acarició la cabeza, sucia y húmeda. Tenía la lengua colgando y los ojos abiertos. Aún le brillaban. Realmente era un perro viejo, muy viejo. No quiso ni imaginar las penurias que habría sufrido. Jon supuso que le había sorprendido la muerte allí, o que quizás se había arrastrado hasta este lugar para morir con algo de dignidad. "No es mal sitio para morir" pensó.

Se quedó sentado junto a él, mirando la corriente del río y el reflejo fugaz de los destellos de los coches sobre ella.

Esa noche no volvería a su casa. Esa noche, se quedó él sentado, mirando al infinito, esperando que el perro le abriera la puerta.

Raúl Tamarit Martínez





El ramo de boda

Solo era un ramo de flores, pero no un ramo de flores cualquiera.
Florina se afanaba en acudir a todas las bodas que podía, fuera como amiga o como visitante espontánea. Es lo que tienen algunas bodas, no se puede controlar a todo el mundo que acude. ¿Será un familiar que no reconocemos o será amiga de alguno? En fin, lo mejor era no darle importancia mientras no consumiera un cubierto en la mesa.
De esas dudas y sonrisas falsas se alimentaba Florina y se las arreglaba siempre para estar entre las damas que saltaban peleándose por conseguir el ramo de flores que la novia lanzaba al aire. Florina no se perdía ni un solo fotograma de la película que comenzaba en la mano de la novia, el ramo se despegaba de sus dedos, flotaba en el aire dando vueltas y vueltas, algún pétalo salía despedido al espacio en el viaje de reentrada a la atmósfera y seguía cayendo, haciendo espirales irregulares hacia las decenas de uñas de variopintos colores que se estiraban para agarrarlo. Pero las garras de Florina estaban hiperdesarrolladas y sus dedos se estiraban hasta lo indecible más que cualquiera de los demás. Sus falanges se tornaban gomosos y elásticos así como sus uñas kilométricas. Esas armas junto con algún empujón estratégico bastaban para conseguir el premio gordo. El ramo de la novia, la confirmación de que la próxima en casarse iba a ser ella.
El ramo de novia - ilustración digital
Cuando lo atrapaba gritaba, reía y lloraba de felicidad, se arrodillaba en el suelo apretujando el ramo en su pecho, como si se tratara de un bebé. Y las demás se apartaban de ella espantadas por el bochornoso espectáculo y la dejaban sola con su delirio.
Siempre acababa así. Florina se recomponía y con su ramo de flores, como una loca, paseaba por los alrededores del recinto, por los jardines, ignorando a las mujeres y mirando fijamente a los ojos de todos los hombres con los que se cruzaba, no le importaba que ellos la rehuyeran.
Al cabo de unas horas empezaba a sentir asco de todos ellos y comenzaba el regreso a su casa. Muchas veces andando, otras en autobús y las menos en taxi.
Al entrar en su casa, su madre le preguntaba desde la mecedora de la salita y ella se encerraba en su cuarto dando un portazo sin responder. Se sentaba en la cama y se comía el ramo. Empezaba con las florecillas más pequeñas y acababa royendo los tallos más duros. Después lo vomitaba todo, se duchaba, se ponía el pijama y hacía compañía a su madre, que la miraba de reojo con desaprobación.
Pasaron meses hasta que vio anunciada la boda de los Vinissiti. El día de la boda, consiguió pasar por entre los vigilantes de la puerta confundida en medio de un gran grupo de personas. Con su vaporoso vestido rosa hecho por ella, imitación a un Versace que le fascinó, rematado con una pamela al estilo Audrey Hepburn en "Desayuno con diamantes" a la que le cosió unas flores alrededor. Los zapatos de tacón alto a juego se los compró en un rastrillo, pero a ella le parecieron los de una princesa.
Una vez dentro de la fastuosa finca, fue repartiendo sonrisas a diestro y siniestro, intentando que no se le notara demasiado la férula dental. Los invitados se repartían por los alrededores del jardín y alguno se atrevía a adentrarse en el impresionante laberinto a espaldas del edificio.
Clarisa Vinissiti esperó a hacerle el corte a la enorme tarta con una espada del siglo XVI de la familia, antes de iniciar la ceremonia de lanzamiento del ramo.
Esta vez Florina no tenía apenas competencia, la mayoría de las jóvenes solteras lo rehuían por vergüenza, sin embargo alguna aceptaba por amistad hacia la novia. Pero incluso aunque hubieran luchado por él, no eran competencia para Florina. Nuevamente lo cazó como si se tratara de una inocente paloma y ella un ave de rapiña. Las otras cinco pretendientes se asustaron al oír su grito de triunfo y le hicieron el vacío. Florina respiro profundamente y salió del gran salón abrazada al ramo. Como de costumbre recorrió cada rincón en busca de su media naranja (¿víctima?) y sin darse cuenta entró en el laberinto.
Los muros de cipreses mutilados la forzaban a girar, a volver, a detenerse. En uno de los recodos descubrió un pequeño asiento de piedra. Descansó en él hasta que una joven pareja dobló la esquina y la vieron. El joven, al verla sofocada, se inclinó para preguntarle:
-¿Se encuentra usted bien, señorita?
La jovencita le sujetó el brazo con fuerza y tiró discretamente de él. Presentía en Florina cierta energía que la inquietó.
Florina miró al muchacho con ojos brillantes, pasó la lengua por sus labios para hacerlos más atractivos y le dijo:
-Mira, he conseguido el ramo de la novia. ¿Quieres casarte conmigo?
La acompañante del chico estiró de él ya sin contemplaciones.
-¡Vámonos de aquí! ¡Venga!
El muchacho aún desconcertado por la pregunta de Florina, se dejó arrastrar por su pareja hasta que la perdieron de vista.
-¿No te has dado cuenta? ¡Esa tía está loca! ¡Vámonos de aquí!
-¡Eh, cálmate! ¿No crees que estás exagerando? Me vas a arrancar la manga.
Florina les siguió con la intención de salir del laberinto y volver a su casa lo antes posible. Su frustración esta vez era absoluta.
Los jóvenes, que creían que les seguía con turbias intenciones, se pusieron nerviosos, no acertaban con el camino de salida, y se adentraban más y más en el laberinto seguidos de cerca por la esperpéntica figura de Florina, cuyo vestido empezaba a mostrar varios girones y las flores se le caían mustias a los lados del sombrero.
Tras varias caídas y con un ataque de nervios, la chica de la pareja lanzó un alarido de alivio al verse en el centro justo del dédalo, con la fuente y la estatua del arcángel Gabriel en el centro. De la punta de la espada del ángel surgía un flojo chorro de agua cristalina. Los dos jóvenes se apoyaron en el borde de la fuente sin parar de vigilar la salida por la que ellos habían llegado. Florina no aparecía por ella. Pensaron que había dejado de seguirles pero seguían tensos. Se mojaron la cara y la nuca. Estaban aterrorizados. Se pusieron a gritar auxilio y al cabo de unos eternos minutos el guarda de la finca apareció y les acompañó hasta el salón de la finca. Una vez allí, dieron la alarma por la presencia de la dama de rosa que les había acosado en el laberinto y que nadie conocía.
Mientras tanto Florina seguía perdida en el laberinto. Tras muchas vueltas, consiguió llegar a la fuente del ángel pero, al intentar agacharse para beber, sufrió un mareo y se golpeó en la frente con el dedo pulgar del arcángel. Cayó sin sentido dentro del estanque y se ahogó. La férula de plástico se le despegó de los dientes y quedó flotando junto con algunas hojas marchitas.
A la mañana siguiente muy temprano, la bruma cubría toda la loma y el laberinto aparecía rodeado de espirales de niebla fantasmagóricas.
El guarda, haciendo limpieza tras el festejo, llegó hasta el corazón del laberinto y advirtió un ramo de flores que sobresalía de la superficie del estanque. Se acercó y ahí estaba Florina, boca arriba, agarrada al ramo, como una Ofelia del siglo XXI, pero con una extraña sonrisa dibujada en sus labios. Sus ojos, abiertos e hinchados como huevos de gorrión, miraban fijamente al rostro cabizbajo del arcángel Gabriel, que parecía decirle muerto de amor: "Claro que sí, Florina. Sí quiero".

Desasosiego

Tu mirada la paseas por todas las cosas. Sigues sumida en tus pensamientos, los de ahora, los de antes. Las cosas que recuerdas te preguntas si fueron reales, o solo son fruto de tu imaginación. El camino a la cocina lo recorres sin pensarlo, te haces un café y te lo llevas al comedor. Te ves de pronto reflejada en una vitrina. ¡Qué frágil mueble! ¡qué frágil contenido! Haces un paralelismo entre tu vida y aquel endeble armatoste.

Desasosiego - 29,7x21cm - pastel y creta
Primero fueron tus padres, después tu hija y tu marido. Demasiadas pérdidas, demasiado dolor. Cayeron sobre ti como martillazos. Sin tiempo para recuperarse de uno, caía el otro implacable.

El silencio que te rodea ya es insoportable, y el brillo de la mesa de cerezo bajo tus dedos resecos, también.

El primer sorbo de café te hace estremecer. Por un momento piensas ¿y si fuera el último café? O el último latido...

Por el ventanal entra la luz cálida del atardecer. Lanzas un suspiro de alivio por Mira, tu querida gatita. La vecina la adora y no ha tenido inconveniente en quedársela un par de días. Mientras se lo pedías, intentaste que no notara que para ti, en este momento, no hay diferencia entre un par de días o un par de vidas.

La maleta lleva una semana preparada. Tienes la absoluta certeza de que debes romper con el pasado para sobrevivir, y crees haber encontrado la forma: huir, huir lo más lejos posible, donde nadie te conozca, ni nadie te traiga recuerdos.

No te molestas en llevarte la taza de café vacía a la cocina. El teléfono móvil lo has borrado varias veces. Un reseteo duro. Nada del pasado. Coges las llaves del coche. Cierras la casa con llave y dejas una copia en el buzón de tu vecina. Sales a la calle y en el portal te paras un instante. Le echas un último vistazo a la calle donde has vivido tantos años. Te subes al coche, giras la llave del contacto y cuando agarras el volante para salir te detienes y rompes a llorar.

Así te sorprende el sol de la mañana, apoyada en el volante, con la cabeza entre los brazos. Los cristales del coche empañados te crean la impresión de estar en otro mundo, en ninguna parte, quizás muerta.

Arrastras la maleta de nuevo hasta el ascensor y entras en tu casa. Por alguna razón la ves diferente, como si fueras una extraña. Y te impacta descubrir que eso es exactamente lo que está pasando. Has experimentado una catarsis que te ha convertido en otra persona, dispuesta a reconstruirse a sí misma una vez más.

Nada menos.



Raúl Tamarit Martínez


El guardaespaldas

Fabián era su guardaespaldas.

La acompañaba temprano hasta que dejaba al niño en el colegio. Después la seguía muy de cerca intentando no perturbar su intimidad, como si todo fuera normal. Sin embargo, algunos vecinos sabían lo que ocurría y trataban de no inmiscuirse en el paseo de Matilde. Si se cruzaban con ella la saludaban y seguían su camino. Nada de pararse a cotillear, ni a preguntarle por su hijo, y mucho menos sobre su marido.

Matilde esa mañana fue a la peluquería, entró en el supermercado y visitó a su madre. Finalmente, al cabo de dos horas emprendió el camino de regreso a su casa bajo la mirada atenta de Fabián. Ni siquiera la cobertura que le proporcionaba el escolta conseguía tranquilizarla. No se imaginaba tener que pasar toda su vida así. Y la compañía de la policía no iba a ser eterna. Se había acostumbrado a tomar pastillas durante todo el día. Pero ni siquiera podía dormir profundamente. Se desvelaba fantaseando con mil formas de matar a su marido, cada cual más cruel. Se levantaba por la noche para cerciorarse de que su hijo estaba a salvo. Le volvía a arropar y vuelta a empezar. En eso se había convertido su vida.
Guardaespaldas - ilustración digital

Para Fabián, el oficio le venía natural. Pensaba que había nacido para eso: proteger a los más débiles. Pasó por varias casas de acogida hasta la mayoría de edad. En el colegio sufrió agresiones pero, al contrario que cualquier otro niño, lo agradecía porque le sirvió para prepararse. Aprendió a defenderse a edad muy temprana, y la confianza que adquirió la utilizó cuando fue necesario para amparar a otros. Descubrió que en la mayoría de ocasiones nunca necesitó utilizar la fuerza física. Un gesto, una actitud fuerte y decidida o incluso una mirada firme, bastaba casi siempre. De niño sus héroes eran ángeles y se sentía siempre arropado por ellos. Más adelante leyó que en la antigüedad, otros como él sentían esa necesidad y que la materializaban en un juramento sagrado que les llevaba a dar su propia vida por la persona a la que juraban proteger, incluso matándose si no lo conseguían. Ese tipo de determinación a Fabián le servía de ejemplo y le inundaba de fuerza. Le hubiera gustado ser uno de aquellos "devotio custodes hispalenses" que Julio César se procuró como su guardia personal, admirado por su código ético. Lástima que prescindiera de ellos en vísperas de los Idus de Marzo.

Mientras estaba inmerso en estas reflexiones, desde la distancia, el marido de Matilde observaba con las mandíbulas prietas y el gesto endurecido. Siguió con la vista al guardaespaldas y bufó rabioso.

Matilde subió las escaleras hasta su casa en el segundo piso y se encerró corriendo tres cerrojos. Fabián subió tras ella y continuó hasta el terrado. Batió la zona y bajó de nuevo hasta la entrada del edificio. Desde un lugar discreto, vigiló hasta que le sustituyó su compañero al mediodía. Se fue tranquilo porque su colega era un buen profesional. Sin embargo, a mitad de la tarde, tuvo un mal presentimiento. Dejó con cuidado las pesas, se duchó con rapidez y salió del gimnasio. Arrancó su Ducati y se dirigió al domicilio de su protegida apurando semáforos. Saltó los escalones de dos en dos y se encontró la puerta de Matilde entreabierta. No llevaba su arma reglamentaria pero eso no le paró. Entró con sumo cuidado y se dirigió hacia el dormitorio de donde venía el sonido de una voz ronca.

En dos zancadas se plantó en la puerta y la escena le desconcertó.

Junto a la cama de Matilde, su compañero yacía en el suelo con la cabeza abierta. Dos hombres sujetaban a la mujer de ambos brazos y otro frente a ella, con un cuchillo en la mano la insultaba. Era el marido, lo reconoció al girarse alertado por los otros dos. La misma cara de acelga.

Fabián se lanzó sobre el marido sin pensárselo dos veces. De un puñetazo lo lanzó contra el borde de la mesilla de noche y se desnucó. Los otros dos soltaron a Matilde y se le echaron encima. A uno le hundió la mandíbula de un codazo pero el otro le agarró del cuello y le clavó un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Cayó al suelo bajo aquella mole humana que le aplastaba la tráquea como si sus manos fueran unos enormes alicates. A punto de desmayarse oyó un golpe seco y la cara del tipo le cayó babeando sobre la suya.

Fabián apartó el cuerpo inerme y descubrió a Matilde de pie, hiperventilando y con un candelabro de bronce que chorreaba sangre, entre sus manos. Los ojos parecía que se le salían de las órbitas. No cabía nadie más en aquella habitación. Matilde se dejó caer sentada sobre la cama. Parecía decirle sin palabras a Fabián, que todo había acabado: sus miedos, su aterrada existencia. Fabián le quitó el candelabro de las manos con cuidado y la abrazó para consolarla.

Fabián acabó en la cárcel. Estaba fuera de servicio, allanó una vivienda, provocó la muerte de dos personas..., pero tenía la conciencia tranquila, hizo lo que su código de honor le ordenaba. No podía pedir más. Y además, en la cárcel, muy probablemente alguien necesitara de sus servicios.

Por otra parte, Matilde le visitaba una vez al mes. Le llevaba lectura y le contaba cosas de su nueva vida con su hijo. A Fabián le alimentaron el alma sus muestras de agradecimiento y, sobre todo, verle en la cara la sonrisa que no había antes. En la última visita le confió que había conocido a un buen hombre con el que esperaba casarse.

Desde esa ocasión y hasta que Fabián salió de la cárcel, nunca más volvió a saber de ella.


Raúl Tamarit Martínez





Rob

Ildefonso Ruzbein vivía en las calles en la época más oscura del Inconformismo, cuando los perros y los gatos habían dejado de merodear buscándose el sustento y habían sido sustituidos por los viejos robots desechados por los reformistas. A esos antiguos androides, tan viejos como él, Ildefonso les llamaba "robs" para simplificar. Ahora, las nuevas máquinas pasaban por ser casi humanos. El anciano los distinguía enseguida de los humanos auténticos porque nunca le miraban a la cara, ni se paraban para tirarle en la manta un sólo crédito.

Sin embargo, algo que nunca cambiaba era el despilfarro, el derroche, la basura. En los callejones poco iluminados, los ojos de los deteriorados robots eran la única luz que se veía entre las sombras.

Ildefonso aprendió de ellos. Se ocultaba lejos de las calles concurridas, o de las grandes avenidas, huía de las patrullas de policía y los furgones que retiraban sin descanso a los que, como él, consumían sus últimas fuerzas en un vano intento de miserable supervivencia.

El anciano contaba con algunos lugares estratégicos para pasar la noche. Algunas veces compartía espacio con algún rob, que también acabaron imitando el comportamiento de los indigentes. Puro mimetismo que compilaba su artificial cerebro usando anticuadas rutinas de programación.

Hacía mucho frío la noche en la que coincidió con el rob manco.

Cuando Ildefonso giró para adentrarse en el callejón, al que sentía como su hogar, sorteó mecánicamente la basura, los palés rotos, y al llegar a la altura de los contenedores, una luz tenue le hizo detenerse en seco. Enseguida dedujo que el lugar que él solía usar estaba ocupado por uno de esos robots sin dueño y vagabundos que pululaban por los barrios bajos. Su primera intención fue largarse de allí. Aquellas antiguallas eran impredecibles. Pero estaba demasiado cansado, así que cogió aire y se asomó con cuidado. El rob se sobresaltó al ver la cabeza asomar sin el cuerpo por el borde del contenedor. Ildefonso también se asustó y se volvió a ocultar. Como el rob no reaccionaba, volvió a asomar la cabeza más despacio y ante la pasividad de la maquina se mostró entero, seguido del carro con sus cosas personales. Con movimientos lentos se sentó a un metro del robot, que miraba hacia abajo sin moverse. Al cabo de un par de minutos, el androide giró el cuello y miró a Ildefonso con la luz rojiza de sus redondos ojos artificiales. El hombre se puso algo nervioso y dedujo que el rob estaba esperando algo. Así que le dijo:
RaulTamaritM-Rob-29,7x21cm-pastel

-Hola.

La luz de los ojos del rob subieron de intensidad un instante.

Ildefonso sacó de una bolsa de plástico un mendrugo de pan. Se paró con la boca abierta a punto de darle un mordisco. Miró al robot.

-Rob.

El robot le miró.

-¿Quieres un poco?

La máquina negó con la cabeza emitiendo un chirrido alarmante.

-Está bien. Como quieras.

Ildefonso sacó una botellita de plástico con aceite de oliva casi a la mitad. Se echó un chorrito sobre el mendrugo y se lo llevó a la boca con delectación.

El robot se había quedado observándole y emitió un ligero sonido, como un lamento. Ildefonso no se dió por enterado y el robot repitió el mismo sonido. El anciano se dio cuenta y le ofreció la botellita con aceite. Rob la cogió con los oxidados dedos de su mano derecha y la enfocó a la abertura que tenía como boca. Estaba a punto de vaciarla cuando de pronto paró y miró al anciano, que le hizo gestos de que se lo acabara. Así lo hizo y al viejo le provocó una sonrisa verle allí, con los cables sueltos que quedaban de su brazo izquierdo, con la botellita apoyada en su pequeña boca, esperando pacientemente a que cayera esa última gotita que resbalaba lentamente por las paredes de cristal.

Un balón vigía entró rodando en el callejón emitiendo rayos infrarrojos a su alrededor en busca de deambulantes como ellos. Ildefonso utilizaba la técnica del tronco para no ser detectado y le sorprendió descubrir que Rob hacía lo mismo. Quietos, conteniendo la respiración (al menos él) hasta que el balón siguió su camino calle abajo con las fotocélulas vacías de información. Ningún movimiento delator.

Ildefonso vació el pecho con un largo suspiro y Rob le imitó.

-Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos. -le dijo con el pulgar hacia arriba. Rob dudó un momento y le imitó con entusiasmo.

Pasaron meses juntos y la complicidad era absoluta. Los demás robots se mantenían alejados, quizás extrañados de la simbiosis.

Una noche, poco antes de amanecer, ambos cruzaban un parque sin ninguna iluminación. Cuatro jóvenes borrachos se fijaron en ellos. Se reían y burlaban de su aspecto. Enseguida el más activo se les acercó con la botella de alcohol en la mano.

-¡Eh, tú, viejo! ¡Sois una basura!

El anciano no contestó y agarró de la mano a Rob para que acelerara el paso.

-¿Es que estás sordo? ¡A ti te digo, mierda con patas! ¡Me dais asco!

Los otros tres seguían sentados en un banco riéndose de las gracias de su amigo, que se giraba guiñándoles un ojo.

-¡Vosotros os lo habéis buscado!

Les lanzó chorros de alcohol blandiendo la botella pero Rob se puso delante y le cayó la mayor parte. El joven sacó un encendedor, activó la llama y lo lanzó sobre ellos. El androide lo atrapó con su única mano y se prendió de inmediato como una antorcha entre las risotadas de los cuatro amigos. A Ildefonso, que apenas le había salpicado, le horrorizó la escena en la que su amigo chillaba asustado. Se quedó paralizado sin poder reaccionar.

Inesperadamente, Rob se abalanzó sobre el joven pirómano y lo aplastó contra su pecho. Ahora los gritos eran espantosos. Los amigos corrieron hasta ellos mesándose los cabellos pero ninguno se atrevía a acercarse a las llamas hasta que huyeron despavoridos. Pronto, tanto el robot como el muchacho se habían convertido en una masa carbonizada. Ildefonso lloró de rodillas a su amigo hasta que vino la patrulla.

Ningún policía le preguntó qué había ocurrido. Los ciudadanos que se aventuran a esas horas por las calles saben a lo que se arriesgan. La ciudad era implacable y engullía vidas sin parar.

Para Ildefonso, aquella tragedia significaba volver a deambular solo por las calles. Pensó que su amigo debía haberle dejado morir a él. Al fin y al cabo, Rob parecía tener más ilusión por vivir.

Se acercó a los restos carbonizados para despedirse. Ildefonso no pudo contener la emoción al descubrir que la mano de Rob se movía dificultosamente hasta que levantó el pulgar.

-Sí, Rob -y el anciano le copió el gesto- Buenos amigos para siempre.

El anciano se sentó sobre las cenizas frías, apoyó la cabeza del robot en su muslo y se quedó con él contándole cómo un día como éste conoció al amor de su vida, hasta que se apagaron las luces de sus ojos.

Mientras tanto, el sol iluminaba los edificios más altos y los pájaros seguían sin cantar.



Carta a Elena

Mi adorada Elena.
Aún recuerdo con nitidez el día que llegué al pueblo, con la curiosidad y expectativas de quien descubre un mundo nuevo. Sólo la lluvia salió a mi encuentro al bajar de la diligencia, así que, totalmente empapado, entré en el hostal aquella tarde.
Mientras firmaba la entrada y me asignaban habitación, vi tu sombra al fondo cerrando despacio una puerta. No imaginaba entonces que la sombra que desaparecía tras la puerta iba a convertirse en la luz de mi vida.
El encargo que me traía a este lugar, para mí tan recóndito, ocuparía un mes de mi existencia. Suficiente tiempo para convertirse en el más importante de mi efímero paso por este mundo.
Subí a la habitación y después de asearme como es menester y organizar mis cosas, bajé a la hora de la cena. La luz amarillenta de los candiles le daba un aire acogedor a la pequeña estancia habilitada a modo de comedor. Solo había cuatro mesas equidistantes y una mujer de mediana edad cenando en ese momento.
-Buenas noches. Buen provecho -le dije. La mujer se limitó a hacer un gesto con la cabeza y siguió sorbiendo la sopa.
Me senté en un rincón desde el que tenía una amplia panorámica del lugar y me distraje con unos legajos que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Un movimiento en la puerta me hizo levantar la vista distraídamente y entonces te vi. Te debí parecer un estúpido ya que me quedé sin habla. No parpadeé hasta que, ya de pie junto a la mesa, me dijiste:
-Buenas noches, señor. Bienvenido. -sonreíste amablemente- Esta noche para cenar tenemos sopa de fideos, estofado y verduras asadas.
De espaldas del mar - ilustración digital
Un menú que jamás olvidaré. Yo solo era capaz de mirarte, y sentí que el tiempo se había ralentizado. Veía el parpadeo de tus ojos, los reflejos dorados en tu iris, el movimiento de los labios, tu pelo negro recogido en un gracioso moño, tus blancas manos, una sobre otra... Entonces, un mohín en tu boca me hizo reaccionar. Desde aquella noche supe que mi corazón nunca volvería a latir igual.
Conseguí que me sirvieras de guía los primeros días, acordando un pago que satisficiera a tus padres por el servicio, y paseamos incansablemente recorriendo calles, rincones pintorescos, hablando con vecinos y tenderos, visitando las playas y los acantilados, los amarraderos de barcos de pesca, me mostraste la iglesia, me acompañaste hasta la casa del cura con quien mantuvimos una entretenida charla frente a un ardiente café... A cada minuto que pasaba a tu lado me daba cuenta de que fortalecía más si cabe la atracción que sentía por ti. Hasta que te hiciste imprescindible.
Mientras por las tardes documentaba y preparaba el informe para mi cliente, por las mañanas, puntualmente esperaba en el mostrador a que surgieras con tu luminosa sonrisa. Hasta el día en que no apareciste tú sino tu padre, diciéndome que se había acabado. Me devolvió el importe sobrante del anticipo que le di y me dejó helado, sin responder a mi demanda de explicaciones.
Mi sufrimiento iba en aumento a medida que se acercaba el día de mi marcha. Volví a ver tu sombra una única vez más tras el quicio de una puerta, un instante antes de que alguien desde dentro la cerrara de un portazo. ¿Fue tristeza lo que percibí en tu rostro? ¿Eran lágrimas? O sólo lo que mi imaginación quiso regalarle a mi deseo.
Acudí a casa del cura para pedirle ayuda, que consiguiera para mí las explicaciones que tus padres me habían negado. Por él supe que se habían visto forzados por las habladurías del pueblo, la de quienes nos habían visto pasear, a su juicio demasiado juntos, rozándonos a veces, o reír sin la conveniente mesura, o alejarnos hasta perdernos de vista por los recodos de los acantilados a resguardo de cualquier mirada curiosa.
De nada sirvieron mis súplicas por hablar contigo una última vez, que nos sirviera de despedida, aunque ésta fuera la más amarga. Probablemente tu padre adivinó en esta petición mis intenciones de pedirte que vinieras conmigo, sin saber siquiera si esa posibilidad la albergabas en tu alma.
He dejado esta carta en manos del párroco y a su discreción y buena fe me encomiendo. Espero que puedas leerla algún día y, al menos, que tengas la confirmación de mi amor más sincero, con la esperanza añadida de que las señales que recibía de ti conviertan en recíproco este maravilloso sentimiento. Indicios, mensajes tácitos en nuestras largas conversaciones, en las largas miradas que nos dedicamos hasta que tú o yo bajábamos la vista vencidos por la creciente atracción que se creaba entre nosotros, en el temblor de tu mano cuando ocasionalmente la abrigaba entre las mías, en el roce accidental de nuestros labios al coincidir en un giro, o al mirarnos cuando nos agachábamos al mismo tiempo para acariciar la misma concha marina, al huir, cogidos de las manos, de una ola oportuna...
Si lo que sientes por mí, se acerca un ápice a lo que siento yo por ti, más abajo te escribo mis señas. Me he procurado la forma de tener noticias sobre ti, de tal manera que estaré esperando tu respuesta el tiempo que haga falta, tanto si ese tiempo es mi vida entera. A menos, Dios no lo quiera, que me hagas llegar tu negativa, que me convencerá de que todo ha sido fruto de mi imaginación y que no existe motivo para que guarde ninguna esperanza.
Te amo con todo mi ser, y con todo mi ser, te espero.





sábado, 14 de julio de 2018

La castañera

La anciana castañera permanecía quieta, sentada en el suelo de la esquina de las calles Pueblo Nuevo y San Tirso. La nieve lo cubría todo, incluso las farolas de gas que aún permanecían encendidas alumbrando apenas las huellas de los caballos y el rectilíneo rastro de los escasos coches que se atrevían a circular a esas horas.

Algún transeúnte pasaba apresuradamente por delante de la castañera sin pararse a mirar siquiera los rojizos rescoldos del fogón.

La anciana, acurrucada y envuelta en su toca, con un pañuelo negro cubriendo su cabeza, quedaba oculta por una capa blanca, confundida en su entorno de tal forma que, junto con sus utensilios, parecían un puñado de trastos viejos amontonados en la esquina listos para ser retirados.

Un fino y frío viento empezó a soplar calle abajo, arrastrando grandes copos de nieve a modo de cortinajes contra portales y ventanales. Un carruaje pasó frente a ella a toda prisa salpicándola de barro. La anciana ni siquiera se inmutó, no se atrevía a perder calor con un mínimo gesto. Sin embargo, sacó una mano temblorosa, sujetó torpemente las pinzas e intentó reavivar la lumbre. Una vaharada de aliento salió de su boca semiabierta. Quería haberse retirado mucho antes de que cayera la noche, pero la rigidez de sus piernas le impedían levantarse. Ahora ya no las sentía. Había desechado la idea de volver al refugio con su cargamento de castañas, la olla, las pinzas, el fuelle..., imposible. Había vendido apenas un par de cucuruchos. Nada.

Nadie parecía fijarse en ella cuando pasaba por delante. Levantaban las solapas de sus abrigos y aceleraban el paso. El aire dolía al respirarlo, no había tiempo para comprar castañas. Y el aroma de las que la anciana mantenía calientes para atraer a los más renuentes había desaparecido hacía muchas horas.

Estaba sola. No le quedaba nadie a quien contarle sus penas, o que le diera un abrazo o un beso en la mejilla. Solo otros como ella, amontonados en el refugio como leña vieja, sin fuerzas para sonreír o levantar la mirada. El hambre la había convertido en una mujer enjuta, seca, malhumorada y triste, muy triste. Pero sin lágrimas. Las abandonó el día que no pudo con su peso. Por eso hoy le sorprendió notar el calor de una cayendo hasta su boca. La lumbre no echaba humo. Las castañas apiñadas en cucuruchos se encogían bajo la nieve. Y ella se hacía a cada minuto más y más pequeña.

Raúl Tamarit Martínez - La castañera
Al amanecer, bajo una capa de hielo, alguien reconoció su cuerpo hecho un ovillo y llamó a los vecinos. Un policía hizo algunas preguntas y se quedó unos minutos junto al cadáver, haciendo anotaciones con un lápiz en una hoja de papel gris. Cogió una castaña que permanecía sobre el fogón e intentó hincarle un diente, y el diente crujió. Ugggg. Soltó la castaña y el sabor metálico de la sangre le enfureció. El policía esperó a los servicios forenses con la mano en la cara y un gesto de dolor.

Cuando llegó el carro, pararon frente a la anciana, bajaron dos funcionarios con sendas palas y despegaron a la castañera del suelo haciendo palanca. El hielo que tenía adherido pesaba más que ella, así que la subieron al carro con facilidad y pusieron en marcha al caballo con suaves latigazos. El policía les miró perderse entre el gentío y sintió una punzada de lástima por la anciana. Ésta pobre mujer podría haber sido la madre que él nunca llegó a conocer. La que le abandonó al nacer entre los desperdicios de una bodega. Entonces el dolor en el diente regresó y le hizo blasfemar contra todo lo divino y lo humano. Guardó sus anotaciones en un bolsillo de la chaqueta y le dedicó a la castañera un último pensamiento, escueto y rotundo como una esquela que resumía su paso por este mundo: "¡Maldita vieja estúpida!"

Apenas el policía había girado la siguiente esquina, una tropa de desharrapados se pelearon por los restos que dejaba la anciana y que probaban su existencia. El sol de aquella luminosa mañana propició el deshielo y acariciaba con sus débiles rayos la esquina de Pueblo Nuevo con San Tirso.

En el suelo, una castaña congelada, abierta su corteza con un irregular tajo de cuchillo, parecía una redonda y cómica sonrisa mostrando una dentadura tostada, con un hilillo de sangre, que se reía del mundo y sus miserias.




domingo, 10 de junio de 2018

La Feria

La Feria y sus feriantes, nubes de azúcar, globos de colores, la noria, casetas de tiro, patitos amarillos, tiro al peluche, grúas, si no un pito una pelota, carreras y llamadas, empujones, besos furtivos, manoseos en lo oscuro, bofetadas en lo claro, yo me quedo, ¿por qué te vas?, acompáñame, solo un poco, ahí no subo, yo no quiero, tú primero, subir, bajar, sustos y miedo, vómitos y mareos, música estridente, canciones desgastadas, pachanga sin sentido, miradas a la luna, un niño calla y otro estate quieto, no hagas eso, muévete, no quiero que te enfades, ni que me marees, ni que me mientas, ni que te vayas, la bruja de la bola, la caseta de la cíngara, el tiovivo, la rifa, tierra de polvo y boletos rotos, barro pisoteado, el barco balancín, focos locos, la montaña rusa, no le encuentro, ahí está, me lo has prometido, aceite refrito, castañas, chocolate, maíz, disfraces, tatuajes de quita y pon, maquillaje rojo, no quiero volver a verte, si me dejas me mato, el palacio de los espejos, el látigo, el tobogán, el gran dragón, linternas, piruletas, manzanas de caramelo, llamaré a mi abogado, aunque me odies, yo te amo, el tren de la bruja, la casa del terror, griterío, risas de niños, ¿entonces me quieres?, no lo creo no es respuesta, chillidos adolescentes, lágrimas, bebés dormidos en su carrito, coches de choque, purumoro, bastones, chispas y centellas, estrellitas pintadas, vagones, si lo sé no vengo, ya basta, no lo aguanto, ni ella es tu madre ni yo tu padre, mírame a los ojos, odio a mi hermano, ojalá no hubieras nacido, montaña rusa, sirenas de locura y guirnaldas, vértigo, carreras, sentadillas, el pulpo, el sparring de boxeo, la maza, tartas, pasteles, buñuelos, fotos movidas, sombreros viejos, recuerdos, creí que te había perdido, no lo vuelvas a hacer, ésta es la última vez que te perdono, búscame entre Venus y Mercurio, estoy quemado, te compré un anillo, no lo quiero, tómbolas, muñecas y ositos, ranas gigantes, adivinos, caballitos, monstruos y payasos, espérame un momento que me meo, escopetas trucadas, quiero volver a casa, no digas tonterías, no tenemos casa, soldaditos de plomo, juguetes, caballitos de madera, helados, palomitas, molinillos de viento, adioses de luna nueva, te lo ruego..., no te vayas...


Dime la verdad - ilustración digital

Cinco cigarrillos

Receso - 29,7x21cm - pastel blanco sobre papel negro
(inspirado en una escena de la serie Homeland)
Había dejado de fumar hacía muchos años. Sin embargo, cuando Antonio tomó la decisión, reservó un paquete de cartón con cinco cigarrillos. Uno por cada persona que le importaba en el mundo.

Cuando uno de ellos fallecía, buscaba el momento y lugar adecuado, y se fumaba el cigarrillo como un ritual en el que cada calada se proponía despertar uno de los momentos que le unieron al ausente. Entrecerraba los ojos, entretenía el humo en la boca antes de jalarlo a los pulmones y lo mantenía en ellos por unos segundos, hasta que el picor le forzaba a expulsarlo junto con los recuerdos que se deshilaban como espuma de azúcar en la penumbra.

En aquella espléndida noche de media luna, le llegó el turno al último cigarrillo. Y en esta ocasión no le embargaba el dolor, o la pena, no había congoja ni lágrimas vergonzosas tiritando en los ojos.

Esa noche se subió a la terraza del edificio para mirar cara a cara a las estrellas. Envuelto por las sombras, sacó el solitario cigarrillo con la parsimonia de una ofrenda. Ese cigarro estaba destinado a él mismo, en la antesala de su muerte. Ya no le quedaba nadie que le importara. Así que, lo encendió, lo chupó con intensidad hasta que le salió humo por las orejas, arrancó a toser, y cuando se calmó miró la boquilla que le señalaba el camino del fin. Se acercó al pretil de la terraza y miró hacia abajo, al abismo. Veinte pisos le separaban de los otros cuatro homenajeados.

Tenía una pierna levantada y el pie apoyado en el muro, cuando se abrió la puerta metálica del terrado y un haz de luz le iluminó dejándole expuesto. Una mujer despampanante surgió de ese resplandor. Con un barreño de ropa apoyado en la cadera, se dirigió al tendedero más cercano a Antonio, se agachó dejando la lavada en el suelo, se incorporó y vio a Antonio mirándola con la boca abierta. Ella le sonrió y le dijo con cierto coqueteo:

-Buenas noches.

Antonio recogió con discreción su pierna encaramada, se ajustó el cuello de la camisa y le dedicó a aquella desconocida su mejor sonrisa.

El cigarrillo se había consumido, la decisión estaba tomada y solo quedaba ejecutarla.

Pero no sería hoy.


Huérfanos

Pronto perdieron Abel y Sofía a sus padres.

Apenas contaba Sofía con seis años y Abel siete cuando quedaron huérfanos bajo la custodia y guarda de su tío Arturo y de Adela, su mujer.

El día en que la asistenta social les comunicó el fatal acontecimiento, Abel maduró de repente, como si le hubieran golpeado con un palo en la cabeza y despertara a otra realidad. A una cruel y sin color.

Sofía tardó algo más en reaccionar, pero cuando lo hizo, no paró de llorar durante meses con la mirada perdida. Buscaba siempre la compañía de su hermano, y le cogía de la ropa para que nunca la dejara sola, o le agarraba la mano con dedos temblorosos, sin perder la esperanza de que no fuera cierto y que realmente sus padres no estuvieran muertos, y que alguna de sus aterradoras noches, oculta bajo las sábanas, apareciera de pronto el rostro de su madre sonriéndole y la protegiera con un fuerte abrazo que no acabara jamás.

Abel adoptó el papel de padre y madre a un tiempo queriendo cubrir el enorme vacío que sus padres les había dejado, engañándose a sí mismo diciéndose que no importaba, que no los necesitaba, que era lo bastante fuerte para cuidar de los dos contra todo y contra todos.

Con la constante ausencia de su tio y el desapego de su tía Adela, dolida por su imposibilidad de concebir un hijo propio, crecieron los hermanos.

Abel se propuso aprender, absorber cuanto sus capacidades dieran de sí para conseguir algún día salir de aquella casa sin amor, llevarse a su hermana lejos y vivir por sus propios medios.

Supo convencer a Sofía de que debía mantenerse fuerte y permanecer las horas de clase separados sin que sufriera ataques de pánico. Entretanto, él se las arreglaba para mantenerse firme frente a los grupitos de niños más violentos. Un par de enfrentamientos furiosos, de los que sacó un ojo morado y algún que otro corte, bastaron para que consideraran plausible la cobarde idea de ir a por otra víctima más débil.

Abel se sometió a una autodisciplina que le hacía fuerte mental y físicamente, a pesar de haber heredado la endeble corpulencia de su padre, esforzándose en las actividades físicas con una concentración extrema.

Sofía adoraba a su hermano y seguía siempre sus consejos con entusiasmo, buscando su aprobación por cada éxito, por pequeño que fuera, lo cual conseguía siempre de Abel, atento a cualquier aspecto que concerniera a su hermana. Suplía con ello la indiferencia de sus tíos, que se conformaban con que ambos hermanos no les causaran ningún problema.

La adolescencia pasó por ellos sin ruido y alcanzaron la mayoría de edad siempre unidos, hasta que Sofía conoció a Rubén, uno de esos niños pendencieros que en el colegio le bailaban el agua al líder de turno. A pesar de la desaprobación inicial de su hermano, Sofía alimentó de amor la relación con Rubén, lo que supuso para Abel asumir, no sin cierto grado de amargura, aquel distanciamiento inesperado.

Pasaron los años y Sofía y Rubén se casaron tras un tortuoso noviazgo. Al poco, Abel dejó la casa de sus tíos, que ni siquiera disimularon alivio, y visitó a su hermana para despedirse, con la promesa de mantenerla informada de sus andanzas.

Hasta hoy.

Dos años habían transcurrido desde su marcha. Llevaba semanas sin saber nada de Sofía. La frecuencia con la que hablaban se había ido dilatando, sin embargo, en sus últimos contactos notaba en la voz de su hermana matices que le preocuparon.

Bajo la lluvia - ilustración digital
Hoy, llovía a cántaros sobre la lápida de Sofía y él lloraba de rodillas sobre ella. La tormenta se rasgaba la cara y se arrancaba los ojos sobre Abel, y el cielo gritaba truenos y escupía relámpagos arropando su inconsolable dolor.

Aquella tarde no fue a visitar a sus tíos. Sabía dónde encontrar a Rubén y esperó de pie durante horas, apoyado en el muro cercano al bar en el que el asesino de su hermana se divertía.

Ya no llovía y el cartel de neón del bar se encendió, esparciendo una pátina amarillenta sobre el asfalto. Alrededor, olía a orín y a vómito. Las luces de la ciudad empezaban a abrir lentamente los párpados.

La gente que pasaba cerca le miraba de reojo, pero nadie le reconoció con la capucha sobre la cara y las manos en los bolsillos.

Cuando Rubén salió, ya pasaba de medianoche. Y no salió solo. Con signos de embriaguez, se apoyaba en el hombro de una mujer rubia que intentaba zafarse de su peso entre risas. Giraron hasta el solar que hacía las veces de aparcamiento. Al llegar al coche, lo intentó abrir con el mando a distancia, pero no funcionó. Se le comían los demonios mientras intentaba abrir manualmente la puerta, y la rubia estaba tan ocupada lanzándole insultos mezclados con el humo de su cigarrillo, que no vio la sombra acercarse por detrás. Lanzó un grito agudo cuando el desconocido rompió el cristal de la ventanilla con la cabeza de Rubén.

No hizo falta que le dijeran que se fuera. Corrió cayéndose sobre la grava mojada y desapareció a gatas entre los coches.

La cabeza de Rubén se cubrió de sangre completamente. Abel lo tiró de espaldas sobre el capó.

- ¿Quién coj...? -farfulló.

Abel le mostró la cara.

- ¡Abel? ¡Mierda! Fue un accidente, te lo juro, yo no quería... -un fuerte puñetazo en la boca le interrumpió la frase. Varios dientes crujieron y se mezclaron con la sangre y la saliva.

Abel le bajó los pantalones. Rubén, con las manos en la boca, gritó aterrorizado al sentir la navaja seccionándole los genitales y perdió el conocimiento, por lo que no sufrió cuando el hermano de Sofía le sajó los ojos y le cortó la lengua. Su cuerpo inconsciente resbaló hasta caer delante del coche como un saco de patatas.

Abel se fue andando junto a las viejas vías de tren que se perdían en la maleza, como tantas veces hizo en compañía de su hermana. Y precisamente en ese momento, nada deseaba más que caminar de nuevo cogido de su mano.

Caminaba sin pensar en ningún destino concreto, pero sabía que las sirenas que ululaban en la lejanía, le despejarían pronto esa incertidumbre.


El guardián ciego

A Luis le recorrió un escalofrío cuando caía el sol y la oscuridad empezaba a adueñarse de la carretera.

Llevaba las luces cortas desde mucho antes. Se encontraba muy incómodo. Sintió un sudor frío en la frente y respiró hondo aguantando el aire unos segundos en cada bocanada. La tensión aumentó cuando el único coche que venía detrás le hizo un cambio de luces. Sin darse cuenta había levantado demasiado el pie del acelerador y su escasa velocidad se había convertido en problema, incluso en una carretera secundaria tan poco frecuentada como aquella.

A regañadientes aceleró un poco, procurando agarrar bien el volante en las curvas. Fuera, hacía un frío polar y él se moría por un cigarrillo, pero le aterrorizaba que distrajera su atención. Los ojos le escocían y parpadeó varias veces. La carretera se convirtió para él en un túnel oscuro que se hundía en la boca gigantesca de un lobo muerto.

Respiró aliviado al encarar una larga recta y ver que el otro coche le adelantaba con acelerones furiosos, para después desaparecer como una centella. La calma volvió a recorrer las venas de su cuello y suspiró. El accidente que sufrió hacía unos años lo provocó un hombre completamente borracho. Luis estuvo al borde de la muerte: dos piernas rotas, tres costillas y el bazo perforado. Borró su mente de inmediato. No quería recordar. Aquella desgracia le costó el sueño, y los sueños. Nunca volvió a recordarlos. Pero en quince minutos tendría a su novia entre los brazos y podría seguir intentando respirar la vida en su piel.

Concentró su atención en la lucecita lejana de un coche que se aproximaba en la lejanía. Se arrellanó en su asiento y puso la espalda recta buscando relajarse.

Cuando el vehículo estaba a su altura se quedó paralizado viendo cómo, de pronto, dió dos volantazos e invadió su carril deslumbrándole como a un buho.

Al recobrar el conocimiento no notaba su cuerpo. La oscuridad era más profunda de lo que jamás había experimentado. Los ojos le ardían. Consiguió tocarse la cara y notó un líquido espeso resbalando por sus mejillas. Maldijo su vida a voz en grito, con alaridos roncos y amargos. A su mente regresó el rostro del borracho. ¡Mataría al maldito! ¡Al bastardo que le había devuelto al infierno! Sollozó unos minutos retorcido sobre sí mismo. Escuchó el chisporroteo de algo que ardía a pocos metros. Sin ver nada, el odio le dio fuerzas para arrastrarse hacia el origen de un gemido prolongado. ¡Si el cabrón aún no estaba muerto, le estrangularía con sus propias manos!

La escarcha crujía bajo su peso. Llegó hasta el cuerpo yacente, lo agarró del pie con fuerza, y un quejido de mujer le desembotó los oídos. Eso le desconcertó. El objeto de su odio, de pronto se había desvanecido. Se arrastró hasta la altura de su cabeza y ella quiso decir algo, pero solo escupió sangre, y enseguida, silencio.

Luis se dejó caer de espaldas agotado. El hueco de los ojos seguía doliéndole y se los palpó. Tocó cristales clavados en ellos y trató de quitárselos, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar. El dolor le aturdió.

En ese momento escuchó algo diferente. Distinto a sus propios quejidos y a los sonidos del metal ardiendo bajo el fuego. Un llanto, el llanto desconsolado de un bebé. Pero no tenía fuerzas para moverse y desconectó de la realidad unos minutos.

De nuevo el llanto le sobresaltó. El ataque de puro odio le había dejado sin fuerzas. Había tocado fondo. Solo quería estar allí, tumbado, abandonándose, dejándose morir.

Pero el bebé no callaba. Sus lloros se convirtieron en el único vínculo que aún no había roto para dejar este mundo. Tenía que hacerle callar como fuera. Esa idea se fue haciendo grande en su cabeza. Se giró sobre sí mismo, y agarrando puñados de hierba se arrastró rabiosamente hacia el niño.

Al cabo de unas horas alguien se encontró con restos del accidente en la carretera y llamó a emergencias. Aún era noche cerrada cuando un coche de atestados y una ambulancia llegaron al lugar del siniestro. Les sorprendió encontrar solo un cadáver, una mujer joven junto a uno de los vehículos. Recorrieron el entorno con las linternas hasta que un sanitario novato gritó: "¡Aquí!"

Cuatro linternas iluminaron entre unos matorrales. Ahí estaba el cuerpo del otro conductor, sin vida. En posición fetal, con el torso desnudo. El color de su piel se confundía con la escarcha. Rodeaba con sus brazos un fardo hecho con su propia ropa. El novato levantó una manga con cuidado y vieron sorprendidos la carita de un bebé que hizo un mohín con los labios, agarró más fuerte con sus manitas el dedo corazón de Luis y, como si aún estuviera en el vientre de su madre, siguió durmiendo. Y quizás, soñando.


El guardián ciego - ilustración digital



Fernando asqueado

Fernando estaba asqueado. Asqueado de tanto político corrupto, de tanto jefe explotador e incompetente, de tanto abusador, de tanto borracho baboso, de tanto estafador, de tanto currante de pacotilla, de tanto juez prevaricador, de los putos mentirosos, de tanto cabrón sin pizca de empatía por el sufrimiento ajeno, de tanto aprovechado, asqueado de tantos asesinos, violadores, pederastas...
Fernando estaba tan asqueado que no ha podido aguantar en su casa quieto. Gozaba de un permiso de salida de la cárcel de 4 días gracias a la muerte de su padre. Ese cabronazo. Por la mañana acudió al sepelio acompañando a su madre. Más que nada, fue para asegurarse de que lo enterraban. Incluso le pidió a un operario que le dejara echar unas paladas sobre el féretro.
Paseo nocturno
Fernando andaba esa noche solo por la ciudad. Unos amigos le habían conseguido un poco de droga y tabaco de contrabando. Se juró no volver a trabajar cuando saliera de la cárcel. Estaba hasta los mismísimos de fingir que sabía de albañil, de electricista, de fontanero. Harto de hacer chapuza tras chapuza. Cuando a él lo que se le daba de lujo era trapichear, robar, y si no había que zurrar a nadie, mejor.
Esa noche le haría una visita a su ex. Había averiguado dónde se escondía con su nuevo maromo. Le daría un buen susto y después la dejaría tranquila una temporadita, para que se confiara.
Fernando estaba asqueado, asqueado de aguantar a tanto mamón corrupto en el gobierno, pero más asco aún le daban esos tíos prepotentes y forrados de pasta que le restregaban su chulería subidos en esos cochazos de mierda con sus pibas de mierda.
Le dió una patada a la lata de cerveza al acabarla, meó en un seto mientras chupaba el pitillo y miraba de reojo al fondo de la calle. La comisaría parecía poco activa aquella noche. Escupió al suelo y se ajustó la chupa. Esta noche les daría su autógrafo a esos polis que no paraban de tocarle los cojones. ¿Cuánto asco puede aguantar un hombre de verdad antes de reventar?
Fernando estaba muy asqueado, más asqueado que nunca, aquella puta noche.


martes, 1 de mayo de 2018

Hugo desaparecido

Hugo era un tipo afable, educado, y todos en la Casa le querían.
Una mañana desapareció. Nadie le había visto desde la noche anterior. En el desayuno, Floren, Virtu, Angelines y Paco miraron su asiento vacío y bromearon sobre sus dificultades para despegarse de las sábanas. Los cuidadores le buscaron por todos los lugares posibles del edificio antes de avisar a la policía, lo que contrarió a la gerente. El protocolo era muy claro en ese sentido, primero tenían que avisarla, aunque fuera su día libre.
Fue bien entrada la tarde cuando localizaron a Hugo en la playa, andando con paso inseguro y parándose a intervalos para mirar al mar, allá lejos, donde las líneas se confundían con el cielo.
Hugo se mimetizó con la lluvia. Solo se le conseguía ver cuando rompían las olas y las ráfagas de viento abrían un espacio, como una cortina de seda líquida.
Un policía acompañó a la directora del Centro. Caminaban hundiendo pesadamente los pies en la arena mojada, enfrentándose a los golpes de lluvia y viento. Le llamaron elevando la voz a medida que se acercaban para que no se asustara.
-¡Hugo!
Hugo no reaccionaba, seguía dando un par de pasos a la derecha y después a la izquierda sin perder de vista el difuso horizonte.
-¡Hugo! ¿Qué haces aquí? -le increpó la directora en un tono agrio que llamó la atención del policía.
Cuando ella le cogió del brazo, Hugo dió un respingo y la miró asustado. Los ojos los tenía muy irritados, apenas parpadeaba, y en su rostro contraído se confundían lluvia y lágrimas.
-¡Hugo, vámonos a la Casa! ¡Vas a caer enfermo! -dijo la gerente, mientras el maldito rimel le corría por la cara.
-¡No! ¡Rosita está llegando, está llegando!
Hugo quería soltar su brazo del agarre de la directora, pero no lo conseguía.
-¡Hugo, Rosita no va a venir! -le gritó. A medida que el agua le calaba más la ropa, la directora se ponía más nerviosa. Miró al policía y torció los labios. Definitivamente, este asunto le había fastidiado la cena de aniversario. Echaba en falta al idiota del psicólogo cuando se le ocurrió la idea.
-¡Hugo, escúchame! -el viento ululaba con estrépito y las gotas de lluvia empezaban a doler en la cara- ¡Rosita ha venido a verte esta tarde y te está esperando en la Casa!
-¿Rosita? -Los ojos de Hugo se relajaron al fin.
Raúl Tamarit Martínez - Perdido - ilustración digital
El coche patrulla les llevó hasta la Casa cuando la tormenta estaba en su momento álgido y los truenos estallaban sobre los tejados. Durante todo el trayecto el anciano no paraba de salmodiar el nombre de Rosita, como quien conjura la presencia de un dios, o el cumplimiento de un ferviente deseo.
La gerente entró en el recibidor cogiendo a Hugo por los hombros. En recepción contuvieron una sonrisa al verla con el pelo aplastado sobre el pequeño cráneo, y el pintalabios carmesí repartido por toda la cara. Y también sintieron un escalofrío al ver sus ojos.
Hugo miraba alrededor mientras daba torpes pasitos sin saber hacia dónde dirigirse. La directora le cogió de la mano.
-Ven conmigo, anda, que te está esperando. -le dijo apartando a los auxiliares con un gesto de la mano, conminándoles a volver a sus tareas.
La directora y Hugo subieron al ascensor. Hugo seguía susurrando el nombre de Rosita con los ojos muy abiertos, pero que no parecían ver nada de este mundo.
El ascensor paró en el segundo sótano y se abrieron las puertas automáticas. Todo estaba oscuro y Hugo dió un paso atrás. Los neones del ascensor apenas iluminaban un pasillo frente a ellos que se perdía en una silenciosa negrura.
-¡Mírala Hugo! -y Hugo abrió más los ojos- ¡Está allí, esperándote! -Hugo rió feliz y salió tanteando las paredes llamando a Rosita.
Y el ascensor se cerró tras él.



Cristo crucificado

Pablito se asomó al pasillo de la gran iglesia desierta. Había asistido al dantesco espectáculo que su hermano mayor y sus amigotes decidieron perpetrar. Escondido entre los asientos, escuchaba sus risas frente al Cristo crucificado, al que escupían, le lanzaban cerveza, patatas fritas, ketchup y servilletas mojadas que se quedaban pegadas a sus sangrantes piernas o en su cabeza.
Al rato, se cansaron de la burla y se fueron a la carrera por la puerta lateral.
La iglesia recuperó la calma, su habitual e impresionante silencio. A Pablito se le ocurrió que podrían estar flotando en el espacio, donde había leído que nada podía oírse, excepto tu propia respiración dentro del casco espacial.
Esperó escondido hasta comprobar que nadie acudía. Encaró el largo pasillo y comenzó a caminar hacia el altar. Solo se escuchaba el roce de la goma de sus zapatillas. Se detuvo debajo del Cristo y levantó la mirada. Observó atentamente las manchas sobre la figura del cuerpo crucificado y le asaltó un sentimiento de lástima. Habría preferido que su hermano no hubiese hecho esto. Sintió la vergüenza ardiendo en sus mejillas.
La sangre policromada de la lanzada brillaba temblorosa a la luz de las velas. Pero sobre todo, brillaban los grumos que la cubrían. La cabeza de aquel hombre parecía inclinada para mirarle desde lo alto, como si quisiera pedirle ayuda. Pablito miró a su alrededor. Cogió la tela blanca que descansaba sobre el altar y una de las sillas que se alineaban contra las paredes del pórtico. Colocó la silla bajo el Cristo y, subido a ella y de puntillas, empezó a limpiar lo que su hermano había ensuciado. Pero por mucho que lo intentaba, apenas llegaba a frotar los pies de la mancillada figura.
Estaba sofocado por el esfuerzo cuando le sobresaltó el grito del anciano sacerdote:
-¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo?
Pablito perdió el equilibrio y se agarró de los pies del cristo para no caer, pero su peso arrastró la cruz y se estrelló con ella contra el mármol del suelo.
Veinte años después, regresó a la iglesia y se sentó en la primera fila. Había recorrido medio mundo y visto cosas asombrosas. Tras el altar, el viejo y reparado Cristo giraba aún la cara buscando a Pablito subido a la silla de puntillas. Pero nada como lo que Pablo tenía ahora delante de él. En el púlpito, dirigiéndose a los feligreses ceremoniosamente, el sacerdote levantó las manos con una hostia consagrada entre los dedos. Al bajar la mirada, vio a Pablo sentado frente a él, muy cambiado, pero la cicatriz de la frente le delataba. Con desbordante alegría y ante la sorpresa de todos los presentes, el sacerdote corrió a abrazarle y le susurró al oído:
-¡Dios! Cuánto te he echado de menos, hermanito.

Raúl Tamarit Martínez - Cristo - 29,7x21cm - pastel 
(inspirado en El crucificado, Cristo de la Buena Muerte, 
imagen en madera realizada por Juan de Mesa en 1620)

Traspasando el límite

Si la esperanza es lo último que se pierde, ¿trasciende la esperanza a la muerte?



Traspasando el límite - ilustración digital

Vitrubio en el lago

Declaración del único testigo vivo del Paciente Cero:
"Puedo jurar que no le vi entrar en el embarcadero. Será porque no le quité el ojo en ningún momento a la puesta de sol."
"No le vi. Me habría dado cuenta, supongo. Un anciano, con sus pasos pequeños, andando por las maderas hacia el lago. ¡Me habría llamado la atención!"
"Tampoco le vi caer, ni escuché chapoteo ninguno. Así que cuando alguien levantó la voz, yo fui uno de los curiosos que se acercó a ver."
"Al parecer, un niño vio a una mamá pato con sus seis patitos subirse al pecho del anciano que flotaba a la deriva, bajo montañas de pétalos de muchos colores, con los ojos muy abiertos y la boca como la de un pez, respirando torpemente y con los brazos y las piernas muy abiertos. Me recordó al hombre de Vitrubio, pero coloreado."
"Muchos opinaban que el niño que avisó a su padre le había salvado de acabar ahogado, otros que fueron los patitos al confundirlo con un islote y llamar la atención del crio."
"El caso es que, al final, el viejo llegó con vida al hospital pero sufrió una crisis en la UCI y murió. Sin ningún tipo de documentación, sin nadie que acudiera a identificarle, acabó en la morgue. Yo ya no podía hacer nada más, así que me fui."
*****
El forense enarcó las cejas al levantar la sábana y descubrir que la piel del anciano estaba manchada por pigmentos florales. "Qué curioso" pensó. Pero lo que más le sorprendió fue cuando empezó a cortar con el bisturí, desde el cuello bajando por el tórax. Por la incisión, a medida que avanzaba, borboteaban pétalos multicolores sin parar. El médico hundió sus manos en la cavidad torácica esperando palpar órganos, pero sus manos solo extraían puñados y puñados de pétalos.
Cuando salió del desconcierto inicial, cogió su bloc de notas y se dispuso a escribir sus observaciones, por absurdas que le pareciesen, pero le sobrevino una repentina tos. Y otra. Sintió la boca llena. De ella sobresalían algunos aterciopelados pétalos. Con precaución cogió uno entre los dedos y lo miró atónito. Los siguientes accesos de tos expulsaban de su garganta cañonazos incontenibles de pétalos frescos, hasta que la falta de oxígeno le mató.
No fue posible conseguir vacuna para la enfermedad.
El contagio se extendió como un disparo por todo el planeta, hasta convertirlo en una cósmica y esponjosa pelota de colores.

Raúl Tamarit Martínez - Fuente de color - ilustración digital