Un día, siendo ya adolescente, se besaba con un chico arropada por los largos cabellos anaranjados de las dunas, cuando le llamó la atención un chapoteo en las olas que se espumaban en la orilla.
Se sorprendió al ver una gran pez dando saltos fuera de la superficie y entrando en el agua emitiendo un sonido dulcemente melodioso.
Le pareció que exhibía una larga melena de brillos azulados y que las escamas de sus caderas destellaban al sol como pepitas de oro.
Esa imagen le embargó tanto, que se desentendió del chico, corrió hasta la orilla, entró en el agua y nadó torpemente unos metros buscando a aquella bellísima criatura sin conseguirlo.
Volvía nadando a la arena cuando un tirón la hundió y notó un beso pulposo en sus labios y pinchazos en su cintura.
Mucho se habló de aquello en el barrio.
María enfermó. Su cuerpo se fue cubriendo de escamas y sus piernas se unieron en una delicada cola de pez. Su familia la ocultó en un cuartucho, con un cubo de agua y un cazo hasta que murió emitiendo gritos que semejaban cánticos.
Con el tiempo, el barrio fue abandonado por sus habitantes. Los muros de las casas se desconchaban o derrumbaban.
En un cuartucho derruido, una pared a la vista de cualquiera, mostraba una extraña silueta: los restos de María se habían quedado adheridos a ella y su figura pisciforme se recortaba sobre el yeso.
Durante muchos años, los vecinos se refirieron a ella, como la sirena cautiva. O desgarrada. O condenada.
La sirena de los suburbios - fotografía tomada de una pared en el barrio de El Cabañal, y algo retocada por mí (poco) digitalmente. |
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